Con la decisión inteligente del PP de no aceptar una coalición con Ciudadanos —que no habría sido una coalición, sino una fagocitación—, se inicia el naufragio final de la formación naranja. El partido que nació para atacar los derechos nacionales de Catalunya con una desacomplejada agresividad dialéctica, convertido en el instrumento más eficaz para la demagogia anticatalana de baja estofa, está en fase definitiva de descomposición, con la conocida peste que produce toda la podredumbre. Las reyertas finales entre los que quieren ser fichados por el PP —como el eurodiputado Adrián Vázquez, que hace tiempo que se lo trabaja—, o los que querían la coalición para seguir meneando una cola que ya no tenía ni pelo, ni plumas, es un espectáculo de palomitas, cuando menos entre la ciudadanía comprometida con la nación, que ha sufrido las invectivas, el menosprecio y el patrioterismo españolista de esta gente. Que unos personajes tan alejados de la concordia, la negociación y el pacto hayan patrimonializado la Constitución, que teóricamente nacía como territorio de pacto, dice mucho de ambos: del partido y de la propia Carta Magna.
Ciudadanos ha sido aquello que en ciencia política se dice un "partido escoba", del estilo de los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial, las características de los cuales eran reducir al máximo el bagaje ideológico, no entrar en el debate de clases y defender determinados grupos de interés. Pero con una diferencia que los alejaba de sus homólogos: la centralización de su discurso en la defensa de España, una España obviamente unitaria, uniforme e implacable. No es una casualidad que nacieran al amparo de las primeras movilizaciones catalanistas, cuando empezaba a quedar patente que el país se movía de centralidad y que el autonomismo ya no tenía más cuerda. Eran los tiempos del intento de un nuevo Estatut que después fue recortado por todos lados, tal como recordó Alfonso Guerra con su fanfarronada habitual. Si los partidos escoba históricos eran amorfos ideológicamente, y basculaban como una peonza entre ideologías, Ciudadanos no ha llegado ni a tener esta paleta de colores, porque estaba tan obsesivamente centrado en la lucha contra la identidad, la lengua y los intereses catalanes, que ni siquiera era un partido escoba. Tal vez, para ser más precisos, sería un partido basura.
En Catalunya, Ciudadanos hicieron el trabajo de buenos patriotas españoles en tierra díscola, unos auténticos virreyes de boca ancha que nunca aportaron nada al país
Además, nada de lo que significó en Catalunya resultaba históricamente nuevo. Durante los años del riverismo, tuve la ocasión de leer muchos discursos de Alejandro Lerroux, a raíz de mi novela Rosa de Cendra, que transcurre durante la Semana Trágica de 1909, y donde la demagogia lerrouxista resultó tan eficaz. Pues bien, era tanta la similitud entre Lerroux y el verbo agresivo, desaforado y arrogante de Rivera, que parecían pares, como también eran pares sus intereses: la destrucción del hecho nacional catalán. Durante todos los doce años de movilizaciones ciudadanos, 1 de octubre y la posterior represión, Ciudadanos fue un gran comodín para los otros partidos españolistas, que veían cómo les ahorraba parte del trabajo sucio. A diferencia de Vox, que obviamente también fue muy útil para los intereses represivos del Estado —y por eso tuvo tanto protagonismo en los juicios—, Ciudadanos no presentaba una mácula de extrema derecha, y, a falta de contenido ideológico, no se sabía exactamente qué era, de manera que podía tener más capacidad de influencia. Su éxito electoral, en plena represión del 155, vino justamente de esta doble condición: un españolismo radical y desmesurado, con una ideología efímera, que no inquietaba como inquietan los voxeros.
En Catalunya, Ciudadanos fue el que introdujo el castellano en el Parlament, las maneras broncas y maleducadas, el estilo de barra de bar a las cinco de la madrugada, y siempre lo hizo con la bandera española en la boca, no fuera que nos olvidáramos de que éramos una colonia. Hicieron, pues, el trabajo de buenos patriotas españoles en tierra díscola, unos auténticos virreyes de boca ancha que nunca aportaron nada al país, excepto la bronca.
Y ahora que el trabajo está hecho, ya no valen para nada. Es posible que, si volvemos a hacer un envite al Estado, reaparezcan con nuevas siglas y nuevas caras, porque el Estado siempre utiliza la maquinaria lerrouxista para combatir, desde dentro de Catalunya, las reivindicaciones nacionales. Pero de momento estos de Ciudadanos están amortizados, y hecho el trabajo sucio, llega la jubilación. No hay que decir que los más listos se colocarán bajo las faldas del PP —o tal vez bajo las del PSC, visto el españolismo militante de Salvador Illa—, y el resto navegará por el espacio sideral o por los micrófonos, que siempre sirven como cuota españolista en nuestro servil universo mediático. Sea como sea, se extinguen como los dinosaurios, a la espera de alguna clonación posterior, si Catalunya vuelve a alzar el vuelo. Han sido lo peor que ha pasado en la política catalana desde la democracia, sin contar la extrema derecha, que nunca tiene que contar. Nada más que añadir, excepto el dicho para la ocasión: señores de Ciudadanos, bon vent i barca nova.