La reciente decisión de la Audiencia Provincial de Barcelona sobre la llamada trama rusa del procés ha dejado en evidencia la inconsistencia fáctica y la falta de rigor jurídico de una investigación que, durante años, ha sido alimentada por el Juez Joaquín Aguirre, fiscales, algunos políticos y ciertos medios de comunicación. La resolución del tribunal, al calificar los fundamentos del juez Aguirre como “divagaciones políticas, filosóficas y opiniones personales”, ha puesto el último clavo en el ataúd de una causa que nació más como un relato ideológico que como un proceso penal sólido. Pero lo más alarmante no es solo la actuación del juez, sino la complicidad de la Fiscalía, el acrítico eco mediático y la irresponsabilidad de algunos actores políticos que convirtieron una ficción en un caso judicial con consecuencias reales.
Un aspecto que no debe pasarse por alto es el papel de la Fiscalía en todo este proceso. Mientras la Audiencia de Barcelona ha dejado claro que la investigación del juez Aguirre carece de base jurídica, la Fiscalía no solo nunca se opuso a las actuaciones del magistrado, sino que defendió la causa con firmeza. De hecho, en todas las fases del procedimiento, el Ministerio Público respaldó la investigación e, incluso, se opuso a los recursos que finalmente llevaron al cierre del caso.
Más grave aún resulta que la Fiscalía haya considerado que en las actuaciones del juez Aguirre no hay signo alguno de actuación ilícita de ningún tipo. Es decir, no solo ha respaldado una investigación que, según la Audiencia, se sustentaba en opiniones personales y biografías irrelevantes, sino que ha blanqueado el uso arbitrario de recursos públicos oponiéndose a la admisión a trámite de nuestra querella contra Aguirre. Cabe preguntarse si la Fiscalía actuaba con independencia o si, como tantas otras veces, su papel ha sido el de un órgano más de legitimación de una ofensiva judicial contra el independentismo.
Dentro del escenario político, el diputado autonomista Gabriel Rufián se destacó en 2022 por su célebre intervención en la que acusó a personas del entorno del president Puigdemont de ser “señoritos que se creían James Bond”. Aquella frase, lejos de ser una simple crítica política, supuso un respaldo implícito al relato judicial que, como hoy sabemos, no era más que una construcción inconsistente. Sus palabras fueron utilizadas por sectores mediáticos y políticos para reforzar la credibilidad de una trama que nunca existió, erosionando además la unidad de acción del independentismo en un momento clave.
Rufián no fue el único actor político que cayó en la trampa de la trama rusa. Otros sectores políticos de ámbito estatal, especialmente el PP y Ciudadanos, hicieron de esta causa un caballo de batalla, usando el fantasma ruso como herramienta para criminalizar el independentismo y desviar la atención de problemas más graves. La trama rusa se convirtió, así, en una coartada perfecta para justificar la judicialización del conflicto catalán y para alimentar un relato de amenaza externa que ha sido utilizado repetidamente a lo largo de la historia de España.
La Fiscalía no solo ha respaldado una investigación que se sustentaba en opiniones personales y biografías irrelevantes, sino que ha blanqueado el uso arbitrario de recursos públicos
La construcción de la trama rusa no habría sido posible sin el papel de algunos medios de comunicación y periodistas que decidieron dar por válidas las “divagaciones” del juez Aguirre. Es aquí donde correspondería poner nombres y apellidos a quienes han actuado como difusores de esta historia, publicando detalles de reuniones y encuentros con presuntos emisarios rusos y presentándolos como pruebas irrefutables de una conspiración internacional. Pero son de sobra conocidos y la diferencia entre ellos y quienes hemos sido víctimas de todo esto radica en la educación recibida.
A medida que la causa avanzaba, se hizo evidente que los informes y filtraciones sobre los que se sustentaban estas publicaciones carecían de la solidez necesaria para sostener una investigación judicial seria. Lo que se presentó como periodismo de investigación terminó siendo una pieza más en la maquinaria de construcción de un relato que servía a intereses políticos concretos.
No solo medios nacionales, incluso algunos pseudoprogresistas contribuyeron a esta narrativa; también hubo voces en el ámbito internacional, como la del New York Times, que dieron eco a las acusaciones sobre las supuestas conexiones del entorno independentista con el Kremlin. Pero ahora, con el archivo de la causa y el contundente auto de la Audiencia Provincial, cabe preguntarse si estos periodistas y medios harán autocrítica o si, por el contrario, continuarán aferrándose a un relato que ha sido desmontado pieza por pieza.
En el epicentro de esta historia, más allá del daño personal, político y mediático, hay una cuestión que debería escandalizar a cualquier ciudadano: el despilfarro de recursos públicos. La investigación de la trama rusa ha supuesto un coste económico incalculable, con agentes policiales, fiscales y jueces dedicando miles de horas a perseguir una ficción. Este uso arbitrario de fondos públicos encaja, paradójicamente, en la definición del delito de malversación de caudales públicos realizada en tercera instancia por el Tribunal Supremo.
La justicia no puede ser un instrumento al servicio de agendas políticas y el dinero de los contribuyentes no puede gastarse en alimentar las obsesiones personales de un juez o los intereses de determinados sectores del poder
Si un independentista catalán hubiera utilizado dinero público para financiar una investigación sin fundamento, hoy estaría sentado en el banquillo. ¿Por qué no se aplica el mismo criterio cuando el despilfarro proviene del aparato judicial? La pregunta es incómoda, pero necesaria. La justicia no puede ser un instrumento al servicio de agendas políticas y el dinero de los contribuyentes no puede gastarse en alimentar las obsesiones personales de un juez o los intereses de determinados sectores del poder.
La trama rusa del procés es un caso paradigmático de cómo la justicia, la política y el periodismo pueden confluir en la construcción de una ficción costosa y peligrosa. El auto de la Audiencia Provincial de Barcelona ha puesto fin a esta farsa, pero las consecuencias de este despropósito siguen ahí: el daño a las instituciones y a las personas, la erosión de la confianza ciudadana y el despilfarro de recursos públicos.
El daño, inconmensurable a quienes hemos sido víctimas de este entramado corrupto, está aún por valorarse porque las consecuencias de acusaciones de este calibre, carentes de cualquier fundamento, las estamos y las seguiremos pagando cada vez que vayamos a coger un avión, cruzar una frontera o abrir y mantener una cuenta bancaria porque todos aquellos que hemos sido apuntados estamos ya en listas en las que es muy fácil entrar, pero casi imposible salir.
Es por todo esto que ya es hora de exigir responsabilidades. La Fiscalía debe dar explicaciones sobre su papel en esta causa y sobre su negativa a frenar una investigación que carecía de fundamento desde el principio. Los medios de comunicación y periodistas que dieron eco a este relato deben rendir cuentas ante la opinión pública y, al menos, reconocer su error. Y los actores políticos que alimentaron esta narrativa, como Gabriel Rufián, deberían reflexionar sobre el papel que jugaron en legitimar una causa que hoy podemos probar que nunca tuvo sentido.
La democracia necesita una justicia independiente y rigurosa, un periodismo crítico y responsable, así como una política sana. Lo ocurrido con la supuesta trama rusa nos recuerda lo que está en juego cuando estas tres piezas fallan. Ahora toca reconstruir lo que se ha destruido y evitar que algo así vuelva a repetirse. La sociedad lo merece y la democracia lo exige.