Este 17 de julio, Pedro Sánchez anunció el Plan de Regeneración Democrática de España. Algunas de las medidas que incluye —como un gobierno y una administración más abiertos y transparentes o actuar contra las noticias falsas— pueden ser, de entrada —y a la espera de disponer de una información más detallada— bien acogidas. Habrá que estar atentos, eso sí, a que se las dote de garantías y límites y que no degeneren, por la puerta de atrás —no sería la primera vez—, en instrumentos multifuncionales que, llegado el caso, pudieran ser empleados para otros fines menos nobles.
Pero de este plan quiero destacar, más que su contenido explícito, un punto débil que mina, desde un inicio, su viabilidad: es un proyecto de regeneración que no pisa suelo firme. Se erigirá sobre un terreno —acudo aquí a una metáfora del mismo Sánchez— ya previamente enfangado. Habría, para entendernos, fango sobre fango. El fango original —el primigenio—: una Transición democrática, la de 1978, no completamente exitosa. Y un fango nuevo, más reciente: el de la moderna política de las fake news, que se habría depositado, como un nuevo estrato, sobre el primero. Y, claro, si el plan actúa, solo, sobre el segundo fango y obvia el primero, quedará reducido a una mera rehabilitación de fachada sin supervisión previa de la solidez de los cimientos del edificio.
La Transición es un tema muy difícil de abordar. Demasiado. Lo rodea una especie de aura mitológica. Parece más un objeto de culto que un periodo histórico susceptible de análisis crítico. Un relato indisputable e indiscutible. Con ella se logró —esto es innegable— una mejora sustancial en términos de derechos y de régimen político. ¡Faltaría más, después de la muerte del dictador! Es, por el contrario, el alcance, la profundidad y la sinceridad reales del cambio —en las mentalidades y los comportamientos institucionales— lo que conviene someter a escrutinio. ¿Por qué conviene abordar este análisis, ahora, más de cuarenta años después? Porque nos lo impone una reflexión honesta sobre lo acontecido, por ejemplo, en Catalunya desde 2017 —procés, operación Cataluña en sentido amplio, destripamiento judicial del catalán, etc.— o, yendo más allá de Catalunya, las investigaciones policiales indiscriminadas, y sin motivo legal, de todos los miembros de Podemos o, todavía más recientemente, las extrañas circunstancias en que se pretende tomar declaración como testigo a todo un Presidente del Gobierno. Hay —esto es indudable— fango a carretadas.
Siempre me ha llamado la atención la elevada frecuencia con que, durante los últimos años, responsables políticos y juristas españoles se han visto compelidos a proclamar a los cuatro vientos: “¡España es una democracia plenamente consolidada!”. Esto no les pasa, que yo sepa, a los políticos o juristas alemanes o británicos. Solo hallo una explicación: si la Transición hubiera sido completamente exitosa, no tendría ningún sentido reincidir en una afirmación tan autoevidente.
Hasta que no se aborden, primero, las carencias que todavía arrastra España en el proceso de democratización efectiva y completa, difícilmente será exitoso cualquier intento de regeneración
Cuando empecé a estudiar derecho en la UB, hacia 1994, en más de una asignatura aparecía la Transición: aquella gran época, de enormes consensos, de superación de grandes presiones y riesgos. Me sorprendió ya entonces —ahora ya no me sorprende tanto— que ningún profesor concretara, con datos y hechos —más allá de aquellas proclamas tan abstractas y grandilocuentes— por qué fue tan extraordinaria, aquella coyuntura. Era tan evidente la trascendencia y enormidad del hecho histórico, que, paradójicamente, no había necesidad de entrar en demasiados detalles. En absoluto quiero banalizar o relativizar —¡al contrario!— la represión que sufrieron entonces muchas personas por culpa, precisamente, de intentar que la transición fuera, de verdad, completa y real. Me limito a resaltar el escaso soporte empírico con que iban acompañados aquellos elogios. Y lo quiero poner en relación con el intento actual de regenerar la democracia española. Un intento que, todo apunta, no abordará algunos vicios ocultos —cada vez menos ocultos, todo sea dicho de paso— que España arrastra desde entonces.
Las preguntas que nos tendríamos que hacer ahora son, pues, estas —y no otras—:
a) ¿La regeneración democrática que ahora se quiere emprender impedirá, en un futuro, que en un contexto similar al del procés, las instituciones —judiciales y no judiciales— vuelvan a dejar temporalmente en suspenso —como entre paréntesis— el principio de legalidad?
b) ¿Pervivirá la práctica de los ya familiares informes policiales generados ad hoc? Aquellos que por su escasa solidez nadie espera que sean la base de ninguna condena penal futura, pero que, mientras tanto, cumplen una función muy concreta —la pretendida, de hecho—: habilitar el despliegue de causas penales en las que adoptar las medidas que haga falta —restrictivas de derechos, por supuesto— para lograr determinados objetivos políticos.
c) ¿Se perpetuará la casi impunidad de los miembros del Poder Judicial en forma de un privilegio no escrito según el cual hay menos probabilidades de que sea admitida a trámite —¡solo admitida a trámite!— una querella por prevaricación que no que España gane Eurovisión?
d) ¿Se establecerán unas mínimas reglas para contener la proliferación —ahora ya aberrante— de causas penales prospectivas? ¿Se fijarán límites —legales— a la clonación de piezas separadas con las cuales se suele mantener artificialmente en vida causas penales sin viabilidad?
e) ¿Se eliminará —completamente— la ley mordaza?
f) ¿Se desacralizará, algún día, en definitiva, el principio de unidad e integridad territoriales, factor clave para poder responder los puntos anteriores?
Hasta que no se aborden, primero, estas y otras carencias que todavía arrastra España en el proceso de democratización efectiva y completa, difícilmente será exitoso cualquier intento de regeneración. Tengo la impresión, ello no obstante, que esta ardua tarea no será afrontada, al menos inminentemente. No lo será porque las fuerzas telúricas provenientes del fango primero, el originario, entonces no erradicadas, siguen entre nosotros. Muy cerca.
Josep Pla dijo que lo que más se asemeja a un españolista de izquierdas, es un españolista de derechas. Quizás no estaba equivocado del todo.
Para regenerar algo, este algo tiene que haber sido generado, previamente. Generen, así pues, primero, una democracia plena y ya tendrán tiempo, después, de regenerarla.