La política catalana vive prisionera de una panda con el ego tan bufado como chiquitín y, desdichadamente, la moral de esta gente ha acabado contagiando incluso a los (tradicionalmente discretos) altos mandos de nuestra policía. Esta semana, el major de los Mossos d'Esquadra, Josep Lluís Trapero, hacía una excursión al Parlament con el único objetivo de desembuchar y hacerse la vedette para aleccionar a la clase política y tildarla de ser el peor mal que ha sufrido la pasma catalana. Josep Lluís es un hombre docto en declaraciones solemnes (sobre todo cuando se trata de hacerse el muy mucho español para detener a presidents de la Generalitat) y aprovechó la salmodia para denunciar las interferencias políticas en la vida de los Mossos (concretamente, en el área de investigación criminal orientada a los propios políticos), insinuando con eso que nuestra pasma no tiene una estructura "democráticamente avanzada".
Por motivos de hermandad caracterológica, a servidora no le molestan los hombres claros, desagradables y encantados de haberse conocido. Pero entre la reivindicación de la propia gallardía y considerarse imprescindible para el país hay unos cuantos centímetros de decencia. Trapero no visitó el Parlament para ayudar a los Mossos, ni para alertar a la ciudadanía de unos peligros que, de ser ciertos, son enormemente problemáticos. El major volvió a la palestra simplemente para defender que con él al frente la vida era mejor, llovía más y los pantanos estaban llenos. A mí pueden gustarme más o menos las políticas erráticas del Govern con los altos mandos de los Mossos, y su consecuente baile de majors y majorettes, pero los representantes legítimos de la ciudadanía tienen todo el derecho del mundo a escoger la cúpula policial que consideren más competente y alterarla según las contingencias.
Trapero ha hecho política, ha jugado a meter las narices en el universo de la política y, de hecho, ha sido un político de mucha más habilidad que sus superiores, pues ha conseguido ser uno de los héroes del soberanismo y acabar perdonado por la judicatura española
Trapero censura la injerencia política, pero comparte con el cenáculo procesista una alarmantísima falta de memoria. El major no debe recordar cuando celebraba la alegría de vivir tocando la guitarrita con Carles Puigdemont en casa de la Faraona de Cadaqués, así como también debe haber sufrido un ataque de amnesia sobre cómo se erigió en uno de los héroes del 1-O después de ordenar a sus agentes que confiscaran cuatro urnas para disimular que intentaban impedir el referéndum (y yo que me alegro, sólo faltaría). Trapero ha hecho política, ha jugado a meter las narices en el universo de la política y, de hecho, ha sido un político de mucha más habilidad que sus superiores, pues ha conseguido ser uno de los héroes del soberanismo y acabar perdonado por la judicatura española. En Catalunya resulta curioso comprobar cómo la política, o la politiquita, siempre la hacen los otros mientras tú pasabas por allí.
Diría que Trapero no tiene demasiado derecho a quejarse de la política. Cuando se encontraba con la soga de los jueces españoles en el cuello, fue la política quien le permitió desaparecer del mapa unos cuantos meses como un simple oficinista. Actualmente, es jefe de la Divisió d’Avaluació i Serveis dels Mossos, una cosa que pinta parecido a presidir el Senado, y es uno de los pocos altos mandos de la policía a quien se le permite cagarse en el actual conseller sin perder el trabajo. Diría, Josep Lluís, que la política te ha tratado bastante bien, y tendrías que estar más agradecido a los políticos que te permitieron que te hicieras el héroe mientras cazabas yihadistas entre las viñas del territorio. También tendrías que asumir que el major de Catalunya ahora se llama Oriol Junqueras y que no te quiere ver ni en pintura porque con Convergència te aplaudían demasiados en los restaurantes. Recuérdalo, major: en las óperas más excelsas el protagonista no siempre canta.
Qué fatiga, de verdad, esta acumulación de señores con carné de imprescindible... y un sueldo vitalicio.