Hagamos un esfuerzo y, por más que nos duela, admitamos la verdad con toda su crudeza: en Catalunya, los trenes nunca funcionarán bien. Ya hemos vivido traspasos parciales de competencias (el último, con el estado robando la cartera de unos políticos catalanes demasiado asustados por las amenazas de unos sindicalistas vagos) y consellers de varios colores políticos que, a su vez, tenían amiguetes en el gobierno de Madrit. Todo esto ya ha ocurrido y, por desgracia, el pasado es como una abuelita que sigue manteniendo la piel bonita a base de maquillarse, empeñada en convertirse en un futuro continuo. Los trenes nunca irán bien porque Catalunya es un país colonizado por una derecha que viviría encantada sin nuestra existencia y una izquierda igualmente franquista a la que ya le va bien que sus propios votantes sigan siendo pobres para así venderles una demagogia metadónica que nunca los alejará del proletariado.
Rodalies es y será un desastre porque eso que los cursis denominan movilidad (a saber, la potestad de la gente normal para pillar un tren por la mañana y proceder a ganarse el jornal) es la forma que tiene España de recordarnos que nos está prohibido acceder a la categoría de ciudadanos libres del Primer Mundo. Las humillaciones no son casuales, los retrasos están perfectamente estudiados; la metáfora perfecta de Renfe se ve paseándose por la estación de Sant Andreu, con esa vía mastodóntica que se alarga más allá del horizonte —que se asociaría a un país de bandera, como Finlandia o Japón— y que contrasta con unas pantallas para consultar horarios dignos de un liliputiense. Lo sabéis los usuarios de la R1 en Mataró, acostumbrados a subir al tren de la vía adyacente a la carretera, el anunciado por megafonía, rectificado last second por un convoy que vuela en la de enfrente, con la consecuente masa enloquecida de esprínteres.
El desastre de Rodalies es la forma que tiene España de recordarnos que nos está prohibido acceder a la categoría de ciudadanos libres del Primer Mundo
Todo esto no es obra del diablo ni de una casuística fatal; es una táctica persistente para que Barcelona cojee de trabajadores y para que la gente llegue tarde a la cita con el médico o vuelva cabreada en casa. De hecho, el propio debate sobre Rodalies es absolutamente anacrónico, pues todas las poblaciones y municipios del Área Metropolitana de nuestra capital deberían estar conectados con un sistema de metro (y más en la actualidad, cuando la gente se pira de Barcelona porque es una ciudad donde todavía se puede trabajar... pero no vivir). Pero si mantener un sistema de ferrocarriles masivos puntual es un sueño imposible, ya me diréis cuánto tendríamos que esperar para que papá (agresor) estado nos perfore las afueras de la capital a fin de que la gente llegue en media hora de trayecto, como sucede en Londres o Nueva York. Pero estas, insisto, son ciudades libres, y nosotros un país sin ningún poder real.
Por todo ello, diría que resulta mucho más sabio y oportuno no indignarse más por los retrasos y la falta de información, ni hacerse ningún tipo de ilusión sobre mejoras en el servicio. No ocurrirán, no lo verán nuestros ojos, no y recontrano. Para ver cómo esto de enfadarse no lleva a ningún sitio, recordad cómo acabó la mandanga del català emprenyat y cómo el PSOE mojó pan con esa chica, ahora difunta, de infausta memoria, que utilizó los votos del extrarradio para lucir bombo, haciendo de generala mayor del ejército español. Podemos contar con la aquiescencia dictatorial de los políticos españoles en esta masacre de la paciencia de la tribu; pero también con nuestra clase política, la más limitadita desde Wifredo el Velloso, que también nos da bola con la esperanza de unos servicios ferroviarios que, para funcionar decentemente, requerirían de una inversión de dimensiones prácticamente cataríes. Nada, que no y no.
Los trenes nunca funcionarán bien. Así se ha diseñado y así ocurrirá. El resto es soñar despierto, vivir en las nubes, pensar que eres libre cuando te asfixian. La verdad cuece, precisamente porque es verdadera.