El espacio digital, esta segunda residencia donde pasamos tantas horas al día, no puede ser un espacio sin ley. Las redes sociales son, sin duda, fabulosas. Enriquecen en muchos aspectos, de hecho, las prácticas democráticas. Pero no es una opción hacer la vista gorda al mal uso que pueden hacer sus responsables. Los estados ya están ensayando vías para abordar eficazmente este artefacto tan escurridizo. El Reglamento Europeo de Servicios Digitales de 2022, que prevé mecanismos para acotar sus contenidos ilícitos y la desinformación, es un buen ejemplo de ello. También hemos vivido algunas intervenciones judiciales ad hoc que pretenden modular, hasta cierto punto, los efectos falseadores que puede tener un uso tendencioso de las redes en los procesos electorales. Intervenciones, sin embargo, que de momento acostumbran a llegar demasiado tarde, o a ser insuficientes. Habrá que mejorar la técnica.
Trump se sienta ya, muy satisfecho, en el Despacho Oval de la Casa Blanca, con la inestimable ayuda —y corregencia, me atrevería a decir— de Musk —sí, el de X, el del saludo nazi. Bolsonaro ganó sus elecciones en 2018, también con apoyo tech externo, y en 2022, contrariado por haberlas perdido, pudo estar involucrado en los intentos —vía redes, claro está— de evitar que Lula da Silva tomara posesión del cargo. Un tribunal electoral brasileño, liderado por el temido y conocido —demasiado conocido, ¿quizá?— juez Alexandre de Moraes, lo está investigando. De Moares está convencido, y así lo expresa con claridad, de que la agresividad de la desinformación y del discurso de odio transmitidos por las redes justifica la adopción de medidas radicales, como obligar a eliminar contenidos falsos o descontextualizados que afecten a la integridad de los procesos electorales. Sostiene que lo que no se puede hacer en el mundo real, no se tiene que poder hacer, tampoco, en el mundo virtual. Probablemente tiene razón. La cuestión radica, claro está, en cómo se aborda tan delicada labor judicial de acotamiento y de delimitación —¿restricción?— de la libertad de expresión y de información.
Ahora pienso, claro está, en las inminentes elecciones alemanas. Me hago cruces de que se hable tan poco de ellas, a pesar de su innegable trascendencia. Quizás no se habla más de ellas para no dar alas a la extrema derecha. No lo sé. Pero, si, por lo que sea, acaba ganándolas, con posibilidad de gobernar, la extrema derecha —mi pronóstico, errado con toda probabilidad, es que, a pesar de ganar, no gobernará—, entonces el desasosiego que estamos sufriendo desde hace años contabilizando donde gana (Brasil, Italia, Hungría, Holanda, los EE.UU....) y donde no gana (Francia, España...) mutará definitivamente en la peor pesadilla de verla ganar allí donde nació. Un tribunal de Berlín ha ordenado a la red X de Musk, precisamente, permitir a los investigadores europeos pleno acceso a los datos políticamente sensibles, incluidos no solo los contenidos de los tuits, sino también —aquí radica la clave de bóveda— la gestión de los me gusta, los comparto y la métrica de visibilidad. Se acusa a X de bloquear el rastreo de las posibles interferencias en las elecciones, respecto a las cuales, por cierto, Musk ya ha expresado sus preferencias —evidentemente, de extrema derecha. Habrá que ver cómo acaba esta actuación judicial y, sobre todo, si llega, ahora sí, a tiempo.
No convirtamos los tribunales en los censores morales del siglo XXI; no es una buena idea
La actuación judicial en el espacio virtual no se agota en los procesos electorales. Un tribunal francés acordó también no hace demasiado la detención de Pavel Durov, el fundador de la más encriptada —aunque tampoco demasiado, dicen— red social Telegram. En este caso, se le imputa no vigilar ni bloquear lo suficiente el uso que hacen de ella los delincuentes de fraudes, crimen organizado o terrorismo, entre otros. Se trata, de nuevo, de empezar —solo empezar— a poner fin a esa sensación de impunidad de los espacios digitales.
A mí, todos estos movimientos judiciales me parecen no solo pertinentes sino imprescindibles. Es inimaginable seguir adelante sin regular o intervenir este sector. Vivimos, ya, en un mundo hiperregulado —también en la economía, por cierto— y no tendría ningún sentido optar por la ley de la selva, precisamente, en la esfera digital, esta especie de nuevo continente con el que se divierten, como si se tratara de un juguete por estrenar, los más ricos del planeta. Pero todo ello me genera, al mismo tiempo, un desasosiego: el ascenso imparable del protagonismo del poder judicial a la vida de nuestras democracias es, indudablemente, una mala noticia. A menudo necesaria, esto es cierto, pero en todo caso una mala noticia. La intervención judicial debería ser residual, excepcional, pero se está convirtiendo, desgraciadamente, casi en la vía ordinaria. Como todo falla —o todo parece estar fallando—, acudimos al último reducto salvador, los tribunales. Ellos lo solucionarán. Pero lo que nos deberíamos estar preguntando es, más bien, por qué todo parece estar fallando.
Se diría que a nivel europeo se están poniendo ya manos a la obra. Habrá que seguirlo de muy cerca. Pero mi recomendación —y lo digo yo, que trabajo de juez— es que no se piense demasiado en los tribunales como último reducto salvador. No convirtamos los tribunales, también —ya tienen suficiente, demasiado, protagonismo político—, en los censores morales del siglo XXI. No es una buena idea. Pensemos, por un instante, en qué podría suponer, esto, en un estado como el español: censured. El solo hecho de tener que acudir a los tribunales es ya, por sí solo, una derrota del sistema. Porque denota que el sistema no ha funcionado. Y también porque las derrotas judiciales a menudo dotan de argumentos victimistas —falsos, claro está— a aquellos que se aprovechan de las redes; argumentos con los que ganan a continuación, por cierto, las elecciones. Leo en el NYT, justo antes de enviar el artículo a la redacción, que una empresa de Trump acaba de presentar en Florida una estrambótica demanda directamente contra el juez brasileño anti Bolsonaro del que hablaba antes. Lo acusan de limitar la libertad de expresión por haber ordenado el cierre de cuentas de partidarios del político brasileño. Una estrategia jurídica estrafalaria, ciertamente, la de Trump, pero muy propia de los tiempos presentes. Y, sobre todo, personalizada, individualizada respecto del censor judicial brasileño. Ya se ve, diría, que la vía judicial ad hoc no podrá ser, en el futuro, la vía exclusiva. Busquemos, mejor, mecanismos más estables, más institucionalizados, que anticipen la actuación y que no generen un rédito pernicioso peor del peligro que se pretendía abordar de antemano. Aquí, paradójicamente, la inteligencia artificial —pública y de código abierto, claro está— podría jugar un papel importante, automatizando de manera anticipada el escrutinio de lo que no puede publicarse en ciertos contextos —no obvio, claro está, las problemáticas que esta solución podría generar, solo la apunto. La tarea que tenemos por delante no es, en absoluto, sencilla. Es, de hecho, descomunal. Uno de los grandes retos que tienen las actuales —¿últimas?— democracias.