Primera paradoja. Que había un acuerdo antirrepresivo para presidir la Mesa del Parlament era una voluntad compartida y verbalizada por republicanos y juntaires de hacía días. Lo que no trascendió hasta a última hora fue el nombre del escogido. Si bien todo indicaba que sería una mujer y republicana. Tanto la CUP como los Comuns avalaban públicamente esta posibilidad. Parecía hecho.
Repentinamente, cuando los diputados comían en el restaurante del Parlament, Junts filtraba oficialmente el nombre de Josep Rull. Sorpresa inicial porque casi simultáneamente ERC confirmaba que votaría a Rull y que no presentaría a ningún candidato propio. ¿Qué había pasado? Fuera como fuera, siempre hay versiones para todo, duda resuelta. El nuevo presidente del Parlament (el más republicano de los convergentes pura sangre) sería un hombre de Junts, de talante conciliador (a las antípodas de otros compañeros de filas), de insólito perfil socialdemócrata (claramente el ala izquierda de Junts como ya lo era de CDC) y un represaliado que puede ocupar el cargo precisamente gracias a los vilipendiados acuerdos que permitieron los indultos y la derogación de la sedición. Nadie hizo mención. Diputados de diferentes formaciones, sobre todo de los grupos que lo habían votado, se apresuraron a felicitarlo. Nadie pareció interesado en hacer notar este detalle menor, quizás insignificante, aunque hizo correr ríos de tinta incendiaria.
Segunda paradoja. Josep Rull responderá con determinación al primer reto que se plantea en caso de votación de investidura. Hará un Atutxa: valdrán y se contarán todos los votos de todos los diputados, sean presenciales o telemáticos tal como hizo la joven republicana Mar Besses (le tocará recibir) en la Mesa de Edad contraviniendo el Tribunal Constitucional (desobedeciendo en lenguaje cupaire) que se había manifestado en contra. El mismo Rull lo confirmó. Es un hombre de palabra, honesto e íntegro como pocos. Dado el caso, sin duda que hará aquello que toca, aquello que se ha comprometido a hacer. Aunque que le ocasionara un proceso por desacato.
¿Pero llegará a pasar? ¿Habrá algún intento de investidura? Todo parece indicar que no. En rigor solo hay un candidato viable que pueda sumar la mayoría requerida: Salvador Illa. El segundo, Carles Puigdemont, el aspirante a la restitución como verdadero presidente legítimo, es inviable si somos francos. Tendría con toda probabilidad los votos de cupaires y republicanos, gratia et amore. Pero no los del PSC tal como exigía Puigdemont pretendiendo presionar al PSOE con la amenaza de hacer caer al Gobierno. Desde el primer momento era una propuesta absurda, sin pies ni cabeza. Del género de las llamadas jugadas maestras. La ocurrencia ha sido guardada en el baúl de los recuerdos y ahora ya no queda nadie que quiera hablar seriamente de la investidura que insista.
El escenario resultante es que Catalunya avanza impertérrita hacia unas nuevas elecciones, que es la apuesta inequívoca de Puigdemont consciente de que con los resultados del 12M no tiene ningún tipo de opción
Junts ya ha dicho públicamente que invita a Illa a probarlo inmediatamente. Y lo hace pasar delante a toda prisa. Por dos motivos. El primero, para impedir que se pudiera producir una larga negociación entre republicanos y socialistas, por mucho que esta negociación parezca hoy condenada al fracaso. Por si acaso, se dicen, nunca se sabe. La consecuencia es que Illa obviamente no caerá en esta trampa y no se presentará de entrada a la investidura envenenada que le ofrecerá el presidente Rull. El segundo, para dar más margen a Puigdemont, que ahora tiene el control absoluto de los tempos. Tanto si viene —la eterna promesa— como si finalmente no viene. También es verdad que si no hay investidura siempre podría alegar que era absurdo volver si el presidente Rull no había convocado ningún pleno de investidura.
El escenario resultante es que Catalunya avanza impertérrita hacia unas nuevas elecciones, que es la apuesta inequívoca de Puigdemont consciente de que con los resultados del 12M no tiene ningún tipo de opción. La única opción del líder de Junts es una reválida que cambiara sustancialmente la correlación de fuerzas en el Parlamento. Y esta posibilidad pide que como mínimo los republicanos aguanten el resultado y que Junts lo multiplique. Una dificultad más que notable para cuando —al menos hasta la fecha— Puigdemont ha basado toda su estrategia en debilitar a los republicanos cuando no a dinamitarlos. Pretender volver a basar tu éxito en un porrazo republicano es tan efímero como estéril.
Lo que no deja de dar lugar a una tercera paradoja. Ahora resulta que Puigdemont —para ser restituido— necesita imperiosamente ampliar la base electoral del independentismo, sea recuperando a abstencionistas o seduciendo a los que hayan votado otras opciones. Picándose el pecho no es suficiente. Ya lo sabe el presidente Rull, que interpreta el país mucho más en clave republicana que nacionalista.