Andréi Chikatilo tiene el dudoso mérito de ser considerado el peor asesino en serie de la antigua URSS. Profesor de escuela durante los años setenta, dejó la docencia acusado de pederastia y, como nuevo empleado de una empresa del estado, hizo de los viajes corporativos la excusa perfecta para sembrar de cadáveres los lugares que visitaba. Hay historias que, por perversas, se hacen difíciles de ficcionar y la de Chikatilo es una, por una realidad tan visceral que todo parece inverosímil.

Andrei fue un acomplejado desde la infancia, un asocial que pudo canalizar sus carencias afectivas matando, principalmente, a niños y dejando un rastro de sadismo que mereció que la historia lo bautizara como el Carnicero de Rostov. Pero Chikatilo no habría tenido una carrera tan productiva como serial killer sin el beneplácito de las autoridades soviéticas. Detenido a finales de 1984, había evidencias de que era el autor de cuatro asesinatos cometidos en la zona, pero lo dejaron libre por una razón muy soviética: un asesino en serie era un mal propio del capitalismo, una lacra imposible de suceder en un sistema limpio y puro como el marxista. Y una vez liberado, Chikatilo siguió matando hasta su definitiva detención el 20 de noviembre de 1990. Durante estos seis años de libertad, Andréi cometió más de cincuenta asesinatos. La mayoría, de niños. Su juicio y ejecución coincidieron con la desmembración de la URSS, cuando había quedado patente que los asesinos en serie no son ni marxistas, ni neoliberales, ni socialdemócratas y, a diferencia de unos cuantos genocidas de estado, sus motivaciones no son ideológicas.

El caso del Carnicero de Rostov ha merecido documentales, trabajos periodísticos y una película muy recomendable, Citizen X, interpretada por Jeffrey DeMunn en el papel de Chikatilo, y por Stephen Rea y Donald Sutherland en los papeles de las autoridades soviéticas que investigan el rastro del asesino. Pero la historia del antiguo maestro convertido en antropófago múltiple es una anomalía, por singular, a diferencia de los casos que alimentan los centenares de programas destinados a satisfacer la demanda de unos teleespectadores necesitados de historias, como diría Chicho Ibáñez Serrador, para no dormir. La mayoría de crímenes son de estar por casa y no dan ni para tres páginas de una mala novela negra. Y es que la perversidad humana es, generalmente, poco imaginativa.

La condición humana no ha cambiado a lo largo de los siglos y el crimen no es un mal contemporáneo, pero hay pocos casos que merezcan hacer un viaje hasta la hemeroteca

La demanda ha convertido el true crime en el género rey del audiovisual y uno de los grandes maestros en congregar masas delante de un televisor es Carles Porta, un periodista que se ha labrado la gloria, merecida, con la tenacidad de una hormiga obrera. Yo, que pertenezco a la generación que tenía unas abuelas dopadas con la radio, la señora Francis, mi querida amiga, sea valiente y no olvide su arreglo personal, me hice a un fiel seguidor de Porta escuchando su programa Crims en Catalunya Ràdio y lo sigo escuchando a través del pódcast. Y como nieto de una abuela dopada con la radio, me gusta más el Porta radiofónico que el televisivo, un medio demasiado necesitado de estirar el chicle de las historias con planes recurso absurdo que busca ganar riqueza visual, el continente, en detrimento de la trama, el contenido.

Yo ya era consumidor de los true crime audiovisuales cuando era un reducto de friquis. Y como friqui, he visto crecer la popularidad de un género hasta convertirse en un éxito de masas parecido al que sufrió la novela negra. Hasta al principio de los ochenta, los libros de crímenes y castigos estaban vistos por los escritores que se consideraban la última Coca-Cola del desierto como un género de tercera regional. Pasados unos años, gran parte de estos literatos elitistas han acabado abrazando un género que ahora deambula sobreexplotado con una proliferación pandémica de semanas negras y centenares de escritores con una novelita bajo el brazo.

Cuando el true crime audiovisual servía como relleno barato para cadenas generalistas, nada hacía presumir de que se convertiría en un fenómeno en el cual la demanda, ahora sí, empieza a agotar la oferta. La condición humana no ha cambiado a lo largo de los siglos y el crimen no es un mal contemporáneo, pero hay pocos casos que merezcan hacer un viaje hasta la hemeroteca y convertirlos en un programa de prime time. Que los seres humanos somos retorcidos, lo demuestran las miles de cartas de admiración que recibía en la prisión un asesino en serie como Ted Bundy. Pero cada vez frecuentan más los casos que son como la fruta genéticamente modificada: bonita por fuera, insípida por dentro.

Otro aspecto a tratar es el moral y cómo los medios de comunicación, con la complicidad del consumidor, han abordado algunas de estas historias que forman parte, ya, de la memoria trágica de un país. Los crímenes de Alcàsser son la prueba del delito por antonomasia de como una cadena, Antena 3, y la semiperiodista Nieves Herrero desde el programa De tú a tú, hicieron pornografía con un drama hasta causar unos daños colaterales irreversibles en la débil cordura de los familiares de Míriam, Toñi y Desirée. Todo por la audiencia. Y esta pornografía me ha hecho pensar en Patricia Ramírez, la madre de Gabriel, el pescaíto, que ha pedido, casi implorado, a través de un vídeo, que nadie se lucre con un caso, el asesinato de su hijo, que es una herida abierta por los que lo quisieron y lo añoran.

Y cuando lo implora la madre, surge inmediatamente una pregunta: ¿en caso de que no le hagan caso y produzcan una serie sobre Gabriel, vería yo el documental o la serie de ficción? No lo sé. Esta es la verdad. La condición humana es de una perversa ductilidad.