"Me comprometo a defender la cruz de Cristo contra la izquierda radical". Trump es un hombre sin filtros ni sesgos de lo que es políticamente correcto, y así se ha expresado en la emblemática Nashville durante la Convención Internacional de Medios de Radiodifusión Religiosos Nacionales: "Nadie tocará la cruz de Cristo bajo la administración Trump". Con esta promesa de un resurgimiento del poder cristiano, el candidato a la Casa Blanca se presenta como la persona que restituirá a Dios en el espacio público. Trump domina la retórica apocalíptica y envalentona a los predicadores: "Si entro, utilizaréis vuestro poder a unos niveles como nunca lo habéis hecho todavía". Ante este tipo de público, Trump se crece, se muestra valedor de los valores cristianos que han configurado la cultura americana. "Soy un cristiano muy orgulloso", repitió delante de centenares de feligreses protestantes que lo acompañaban.
El binomio comunismo-libertad fue el concepto por el cual deambuló todo el rato: "Recuerden: cada régimen comunista a lo largo de la historia ha tratado de erradicar las iglesias, igualmente como cada régimen fascista ha tratado de cooptarlas y controlarlas, y en los Estados Unidos, la izquierda radical está tratando de hacer las dos cosas: quieren cargarse cruces y cubrirlas con banderas de justicia social". Este argumento, contraponiendo la cruz a la justicia social, es falso y peligroso al mismo tiempo. La cruz cristiana y la justicia social están unidas. La justicia social está vinculada al respecto por la persona humana. La cruz cristiana es la que hace evidente que no se puede construir un muro para evitar que entren personas en los Estados Unidos.
Trump está convirtiendo las elecciones de noviembre en un campo donde la religión, en concreto el cristianismo evangélico, es un elemento de peso y no una dimensión decorativa
De hecho, la cruz cristiana, que se ha utilizado ciertamente mal a lo largo de la historia, no es un impedimento, sino un llamamiento a la justicia social. Pero Trump no quiere dar clases de teología, sino ganar las elecciones, y sabe que la contraposición con un anticristianismo feroz que provenga de todo lo que le parezca progresista es una pieza convincente. En su mandato anterior ya escogió al vicepresidente de las filas de los cristianos convencidos, y ahora está pisando más el freno, convirtiendo las elecciones de noviembre en un campo donde la religión, en concreto el cristianismo evangélico, es un elemento de peso y no una dimensión decorativa. Pero no se lo ponen fácil. Ya hay entidades de cristianos contra Trump como Christians Against Trumpism, Not Our Faith, Pro Life Evangelicals Pro Biden, que denuncian las políticas trumpistas y buscan aliados para proteger los valores cristianos de la instrumentalización de Donald Trump. La campaña está servida, y los decibelios subirán, porque con Trump la intensidad no va nunca de bajada.