Lo peor de Trump y de Musk son los métodos; la inclemencia; el bullying, incluso con sus aliados (ahora súbditos); la creación forzada y rápida de un nuevo paradigma donde Estados Unidos sea la referencia de todo. Esto da miedo porque se lo han tomado muy en serio. Ves sus intervenciones en la reciente gira europea y te das cuenta de que no se trata de quien protege más o menos los valores democráticos, sino de quien manda. Como sucedió ya en la Guerra Fría, que ahora ya hemos descubierto que no era de capitalismo contra comunismo sino de quién era el gran “sheriff” del planeta. El mensaje parece ser el siguiente: “Vosotros, los europeos, no nos tenéis que dar ninguna lección sobre democracia y libertad porque eso os lo trajimos nosotros, precisamente, al liberaros del nazismo. Nosotros y los rusos, por cierto. Ah, y otra cosa: ahora queremos cobrarlo, pero en serio y en forma de nuevo imperio”.
El resto de la fobia contra Trump es puro victimismo y carencia de imaginación: cuando desde aquí le decimos que él confunde adversarios con enemigos, y que pretende eliminarlos desde la cultura del odio, él siempre puede decir lo mismo de nosotros. Que queremos eliminarlo, porque lo vemos como enemigo. Cuando desde aquí decimos que él y Musk quieren imponernos un pensamiento único, es precisamente eso de lo que ellos acusan el pensamiento woke y la burocracia estatal. Cuando decimos que quieren atentar contra las libertades y los derechos, ellos replican que somos nosotros quienes queremos censurar la libertad de expresión en X, no ellos. Dicho de otro modo, los planteamientos trumpistas han encontrado una brecha en el sistema democrático para que no se les pueda atacar sin caer en una superioridad moral o en una restricción del pensamiento que las democracias liberales no pueden aceptar si quieren seguir mirándose en el espejo. La extrema derecha no está prohibida. Repito: en Europa, la cuna de Hitler, la extrema derecha no está prohibida. Tampoco el comunismo. He aquí la brecha, y la han atravesado con un perfecto asesoramiento político, mediático y sobre todo legal.
Nación contra Estado, quedaros con esta idea, que seguro que ya os habéis quedado con ella
Trump está haciendo "reconstrucción nacional". Está haciendo nacionalismo. Y no solo de estado, sino a veces justamente lo contrario. Bajo la excusa de los muros contra la inmigración, toda la extrema derecha europea está introduciendo (sin que nos demos tanta cuenta, porque estamos distraídos en saber quién es más racista) unos paradigmas aún más importantes y de fondo que son: por un lado, la reducción del Estado. Es decir, los burócratas europeos temblando y los de los estados europeos también. Y, por el otro, un mundo donde el nuevo gran imperio es Norteamérica, que ya lo era, pero que ahora quiere serlo de forma más explícita y menos clemente. Tal vez la OTAN ni siquiera es necesaria, y Europa es vista por ellos, como Canadá y Groenlandia, puros apéndices. Podemos alegar que la civilización occidental se originó en Europa, pero resulta que, mirando el mapa, quienes están más en occidente son ellos. Y quieren que se note.
Y aquí es donde viene la brecha catalana: Trump podría implicar, aun sin ser consciente de ello, un retorno al papel de las naciones hacia los estados. Su batalla es la de la nación americana, la gente, contra los burócratas del gobierno, corruptos y excesivos y a los que hay que recortar fulminantemente. Nación contra Estado, quedaros con esta idea, que seguro que ya os habéis quedado con ella. Y la pregunta inmediata es: ¿nación contra Estado, gente contra leyes, pueblo contra la rigidez institucional, no era precisamente lo que originó la ola que desembocó en nuestro referéndum de autodeterminación? ¿Podemos encontrar, nosotros también, nuestro propio resquicio en un nuevo paradigma donde parece que la tecnología podría impulsar las voluntades populares frente a las estructuras antiguas? Y más allá: ¿no eran las naciones, a caballo de los siglos XIX-XX, las que detuvieron precisamente el poder de los viejos imperios? Se podría decir que lo hicieron, precisamente, transformándose en lo que combatían: en estados. Pero yo no estoy de acuerdo. Ser un Estado no es bueno o malo de por sí: la causa catalana busca un Estado más ajustado a su forma de ser, a su condición de nación, no renunciar a tenerlo. Ni siquiera Trump renuncia al suyo. Nadie lo hace. En conclusión, el problema nunca es tener un Estado, sino comprobar cuándo ese Estado, por las causas que sean, se gira excesivamente en contra de la nación.