24 de agosto. Las aguas, parece, se han calmado. Por un lado, el TS se mantiene firme en su negativa, caiga quien caiga, a aplicar la amnistía a los sediciosos independentistas más significados. Por el otro, el propio Puigdemont, líder del principal partido de la oposición, ya ha pisado territorio español, ha acudido a las proximidades del Parlament para intentar estar presente en la investidura del 155 y, al serle cerrado el paso, se ha zafado acto seguido de una descomunal —y carísima— operación policial. Por lo tanto, si no hay imprevistos, las piezas del rompecabezas no se moverán significativamente hasta que el Constitucional no se pronuncie sobre si se tiene que desactivar, o no, la estrambótica cruzada que lidera el TS contra la amnistía aprobada por el legislativo.
Puede ser un buen momento, así pues, para reflexionar brevemente no sobre qué ha hecho el TS —desechar una ley— sino sobre cómo ha sido posible que lo hiciera. Preguntémonos cuáles son los factores que están permitiendo a todo un TS moverse y danzar con tanta desenvoltura y libertad entre las leyes, reprobarlas utilizando un tono más propio de un TC o superar olímpicamente los sucesivos listones —cada uno a más altura— que le ha ido colocando el legislador para decirle, con una claridad difícil de igualar: "¡LA MALVERSACIÓN DEL PROCÉS SÍ QUE ENTRA EN LA AMNISTÍA!". ¿Cómo es posible que lo haga, todo esto, el TS —un tribunal sometido, como todos los tribunales, al imperio de la ley— y que, sin embargo, no solo no sufra ninguna consecuencia sino que —esta es la clave— sepa que no sufrirá ninguna? ¿No teme que alguno de los afectados le presente una querella por no haber respetado el tenor de la ley? Todo el mundo sabe, sin embargo —el TS el primero—, que si esta querella se presentara, no tendría ninguna repercusión. ¿Cómo es posible todo esto?
La respuesta es relativamente sencilla: quien decidiría si esta hipotética querella tiene que ser o no admitida a trámite es... ¡el propio TS! ¡Bingo! Todo queda, por lo tanto, en casa. Evidentemente, no lo decidirían los mismos integrantes de la sala que dictó la resolución discutida —eso sería absurdo—, pero sí integrantes del mismo TS. Para entendernos, unos colegas de café. De una conocida cafetería que hay delante del TS, para ser más precisos.
En general, no les acaba de gustar demasiado a los jueces condenar a otros jueces. ¿Corporativismo?
Por definición, el delito de prevaricación judicial —resolver un caso en unos términos contrarios a aquello que prevé la ley y hacerlo conscientemente— es escasamente perseguido. También cuando afecta a jueces de niveles inferiores al TS y, por lo tanto, cuando es un tribunal diferente —superior— el que decide tramitar, o no, la querella. En general, no les acaba de gustar demasiado a los jueces condenar a otros jueces. ¿Corporativismo? Es muy frecuente que se inadmitan a trámite las querellas, sin ni siquiera investigar el caso, con el expeditivo argumento que, en el fondo, se trataba de un asunto meramente interpretativo. Que la ley admitía varias interpretaciones y que lo único que ha hecho el tribunal querellado es escoger una, por más forzada o inusual que sea. Por lo tanto, si eso ya es así, con carácter general, entre tribunales de diferentes niveles, ¿qué opciones reales hay que los colegas de café del TS no se apliquen entre ellos este salvoconducto de inmunidad tan expeditivo e inmaculado? Ni una sola.
Hay dos casos, eso es cierto, que parecerían contradecir esta tesis: dos juzgados ajenos al TS —y que no son beneficiarios, por lo tanto, del privilegio de ser juzgados por compañeros de pasillo— se han comportado de una manera aparentemente equiparable: los que llevan o han llevado el caso Tsunami y el caso Volhov. Han dictado resoluciones en las cuales podríamos localizar acrobacias jurídicas parecidas a las del TS. De hecho, respecto del segundo juzgado, está pendiente de ser admitida —o inadmitida, claro está— a trámite una querella por prevaricación. Esta decisión la tomará, a diferencia del hipotético caso del TS, un tribunal diferente. Uno superior. No unos colegas de café. ¿Cómo se explica, en estos dos casos, tal atrevimiento? Volvemos, sin embargo, a la infalible sociología jurídica: los titulares de los dos juzgados a los que hacemos referencia tienen una edad muy próxima a la jubilación y, de ser condenados, pongamos por caso, por prevaricación, la repercusión profesional real que derivaría sería relativamente inocua. Estarían prestando, por lo tanto, el último servicio. A la patria, que dirían algunos.
Acabo con una propuesta reformista para mitigar este oasis de inmunidad en que parece haberse convertido el TS: se podría reformar la ley para que las querellas contra el TS las admitiera a trámite, las instruyera y —¿por qué no?— las sentenciara no una salsa conformada por magistrados del mismo TS sino una sala especial escogida de manera aleatoria por integrantes de toda la carrera judicial. El TS ya no tendría la certeza ni la tranquilidad de tener cerca —en el despacho de al lado— a su juzgador. Se me dirá: ¡el resultado será el mismo! ¡Toda la carrera judicial es igual! No estoy tan seguro. Es cierto que una buena parte de la carrera comulgará, por ejemplo, con las sucesivas ruedas de molino que se ha ido ingeniando el TS en su —ahora ya sí prístina— estrategia de caza mayor. Pero dudo mucho de que este acto de fe abarque toda la carrera judicial. Además, hay sapos jurídicos muy difíciles de tragar, como inaplicar directamente, a pesar de sus clarísimos términos, una ley aprobada por el Legislativo. La clave sería, en todo caso, el hecho de no saber por anticipado, el TS, cuál sería la composición de la sala que tramitaría una eventual querella. Saber que no serían sus compañeros de café. Y eso —no lo dudemos— seguro que obligaría a cualquier jurista a pensar más de una y de dos veces si le compensa asumir los riesgos —ahora ya sí reales— de ciertos saltos jurídicos al abismo de la ilegalidad.