El rebote del turismo post-COVID se ha hecho notar a todos los destinos mundiales atractivos, de manera que se ha vuelto a poner sobre la mesa lo que podemos denominar "sobreturismo". Es un problema global que viene a remolque de un carpe diem generalizado y de un crecimiento exponencial de las personas que quieren y pueden viajar. Una de las expresiones del fenómeno turístico que hace recorrer más ríos de tinta es el llamado turismo de masas, que en Catalunya tiene como exponentes más emblemáticos la ciudad de Barcelona, Lloret y entornos, y Salou y entornos. Me centraré en Barcelona, que es el lugar donde más se concentra.
Según el Observatorio de Turismo de Barcelona, más de la mitad de los barceloneses consideran que la ciudad está llegando al límite de su capacidad para acoger turistas. En el 2022 vinieron 10,7 millones, que se alojaron principalmente en hoteles (7 millones, con 18,4 millones de pernoctaciones) y en viviendas de uso turístico (2,4 millones y 10 millones de pernoctaciones). En el 2023 continúa con buen ritmo para recuperar los valores prepandemia del año 2019. Tan grande es la afluencia que, para satisfacer la demanda, el sector contabilizaba el 2022 10.635 emprendidas (un 15,2% del total de la ciudad) y daba trabajo a 143.530 personas (un 12,5% del total). No es anecdótico, sino estructural y propio del turismo de masas, que estas personas cobraban por término medio 1/3 menos que el resto de actividades (21.746 € anuales, con un porcentaje del 62,6% por debajo de 1.000 €).
Todos los excesos son malos, y siempre va bien poner algo de juicio ante los instintos de atiborrarse con lo que te ponen delante, sea de la calidad que sea. El turismo de masas va por ahí y Barcelona es un caso de ello. Hay quien piensa que tiene que ser un mercado libre, pero existen sólidos argumentos económicos, medioambientales y sociales para la intervención pública (externalidades negativas, apropiación de activos públicos, gentrificación, aumento de precios de la vivienda, costes extras de los servicios públicos, contaminación adicional, etc.). Las respuestas de la administración pública para tratar de controlarlo puede tomar muchas formas, desde poner un precio a los visitantes en la entrada en la ciudad (Venecia), hasta limitar el número de visitantes aceptados en los sitios o limitar el número de cruceros (prohibir, en el caso del centro de Ámsterdam) o de vuelos, pasando por subir las tasas turísticas.
La ciudad de Barcelona, que ya tiene una tasa turística relativamente alta, tiene en cartera aumentarla a los cruceristas y a los apartamentos, para situarla a niveles de las ciudades más caras de Europa, como Ámsterdam, Roma o Bruselas. Veremos si se saca adelante la medida para el 2024 o si se frena, como ha pasado con las tasas en las terrazas. Mientras tanto, hay dos medidas (que no son del Ajuntament) destacables con incidencia sobre el turismo de masas en la ciudad.
Barcelona no necesita más visitantes, sino menos y que gasten más
La primera, en curso de discusión parlamentaria, es el impuesto sobre emisiones portuarias de grandes barcos (con un arqueo bruto superior 5.000 toneladas), con el fin de gravar las emisiones de óxidos de nitrógeno y de partículas que afectan a la calidad del aire y la salud de las personas. El gravamen partirá de 1 euro por kg/Nox/PM e irá subiendo hasta los 3,5 euros en el 2026. La medida afectará al sector de cruceros, con un impacto estimado por cada pasajero de 32 céntimos de euro, que no es mucho.
La segunda, en vigor desde este miércoles pasado, es un decreto ley sobre régimen urbanístico de las viviendas de uso turístico. El de este tipo de vivienda es un mercado creciente que hace disminuir el mercado de viviendas permanente y habitual, hecho que provoca déficit de oferta a la población residente. Pisos que antes se alquilaban a residentes, han pasado a ser pisos turísticos, lo cual agrava el déficit crónico de pisos de alquiler para una población que crece. El problema afecta a 262 municipios catalanes, entre los cuales la ciudad de Barcelona, que en el decreto queda catalogada (también el resto de área metropolitana) como zona con problemas de acceso a la vivienda.
La nueva regulación establece que, como máximo, se podrán otorgar 10 licencias de pisos turísticos por cada 100 habitantes, que habrá que modificar el planeamiento urbanístico con el fin de permitir la compatibilidad del uso turístico con el de vivienda (y eso está sujeto a tener bastante suelo para viviendas destinadas al domicilio habitual y permanente de los residentes) y que quedan congeladas las licencias hasta que el Ajuntament no actualice su planeamiento. Se calcula que la obligación de obtener la nueva licencia afectará a unos 95.000 pisos, 17.000 de los cuales en el ámbito metropolitano de Barcelona.
Creo que todos nos tendríamos que alegrar de que haya actuaciones que van en la línea de corregir efectos negativos del turismo de masas. En Barcelona el sector ha crecido gracias al atractivo intrínseco innegable de la ciudad, pero también porque ha operado con precios dopados por el hecho de no considerar costes que habría que tener en cuenta. Las medidas indicadas, tímidas, van en la buena dirección. Barcelona no necesita más visitantes, sino menos y que gasten más. De lo contrario, con el turismo de masas, los residentes seguirán siendo los grandes perjudicados del éxito de la ciudad.