El proceso judicial contra los líderes independentistas catalanes ha sido, desde su inicio, un ejercicio de arbitrariedad y de construcción de reglas ad hoc que han llevado al Tribunal Supremo a una situación insostenible en el ámbito judicial europeo. La historia de esta causa es también la de una sucesión de errores procesales y decisiones de dudosa legalidad, en gran parte corregidos por tribunales europeos en base al trabajo realizado desde y con el exilio.
El Tribunal Supremo asumió la competencia para investigar el procés en noviembre de 2017, a pesar de que la propia Fiscalía sostenía que existía un problema de competencia, basado en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). A partir de esa decisión, el alto tribunal inició una serie de actuaciones que han puesto en entredicho su independencia e imparcialidad. Una de las más notorias fue la orden europea de detención contra el president Carles Puigdemont y parte de su gobierno exiliado en Bélgica, que tuvo que ser retirada apenas un día después de la vista oral, el 5 de diciembre de 2017, ante la posibilidad de que los tribunales belgas desmontaran la estrategia judicial del Supremo.
El 5 de abril de 2018, después de 12 días de detención, la Justicia alemana puso en libertad a Carles Puigdemont, anticipando la llamada sentencia de Schleswig-Holstein, que meses después dejó claro que en los hechos del procés no había existido ni rebelión ni sedición. Además, la resolución alemana estableció que los líderes políticos no podían ser responsabilizados por actos aislados de violencia que se hubieran cometido durante las movilizaciones.
En paralelo, la justicia belga y escocesa también fallaron en contra de la persecución judicial emprendida por el Supremo contra los exiliados. En el caso paradigmático de Lluís Puig, la Cámara de Apelaciones de Bruselas denegó su entrega a España por considerar que existía un riesgo real de vulneración de derechos fundamentales, en particular, el derecho al juez predeterminado por ley y el derecho a la presunción de inocencia. Este argumento se convirtió en una piedra angular de la defensa de los exiliados y fue posteriormente refrendado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE).
La historia de esta causa es también la de una sucesión de errores procesales y decisiones de dudosa legalidad, en gran parte corregidos por tribunales europeos en base al trabajo realizado desde y con el exilio
A pesar de estos reveses judiciales, el Tribunal Supremo intentó conseguir una resolución favorable en el TJUE. Sin embargo, la sentencia del 31 de enero de 2023 volvió a desmontar la estrategia del alto tribunal. Dicho Tribunal estableció dos puntos clave para la defensa del exilio y del independentismo catalán: en primer lugar, la configuración de los derechos de los grupos objetivamente identificables de personas (GOI), y en segundo lugar, que el Tribunal Supremo no era el órgano competente para perseguir a los exiliados.
En particular, el párrafo 100 de esta sentencia del TJUE dejó claro que el Tribunal Supremo había impuesto su propio criterio para investigarlos y enjuiciarlos sin respaldo legal. La decisión del TJUE fue tajante: el Supremo no era el órgano competente para dictar euroórdenes contra los eurodiputados catalanes. A partir de ese momento, el Supremo dejó de emitir nuevas órdenes de detención contra los exiliados so riesgo de sufrir una nueva y apabullante derrota allí donde fuese detenido algún exiliado, aunque nunca reconoció expresamente su falta de competencia.
Básicamente, desde que se dictó la sentencia del 31 de enero de 2023 por parte del TJUE, el Supremo no ha vuelto a emitir una orden europea o internacional de detención en contra de ninguno de los exiliados, siendo público y notorio el paradero de cada uno de ellos, y no lo ha hecho porque, a pesar del esfuerzo mediático por presentar como un éxito lo que ha sido una gran derrota, son perfectos conocedores de que no existe ningún juez en Europa que vaya a ejecutar una orden de detención en contra de ninguno de los exiliados si la misma viene emitida por el Supremo, que no es el juez preestablecido por Ley.
Ahora, con la Ley de Amnistía aprobada, el Tribunal Supremo ha optado por una estrategia de desobediencia legal: ha acordado la inaplicación de la amnistía para los condenados y pretende hacer lo mismo con los exiliados. Sin embargo, hay un problema fundamental en su planteamiento: el propio Tribunal Supremo ya se declaró incompetente para resolver sobre la aplicabilidad o inaplicabilidad de la amnistía en el caso de Marta Rovira, por no ser aforada. Este hecho plantea una contradicción insalvable como la de que el Supremo ha fijado dos criterios distintos en materia de competencia, uno para Marta Rovira y otro para los exiliados, a pesar de que ninguno de los cuatro (Puigdemont, Comín, Puig y Rovira) es eurodiputado actualmente.
Según la Ley de Amnistía, solo el juez competente, es decir, el predeterminado por ley, tiene la capacidad para establecer si la amnistía es o no aplicable a un caso concreto. Así lo preceptúa claramente el artículo 11 de la Ley. En el caso de Puigdemont y Lluís Puig, el órgano competente es el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya, mientras que, en el caso de Toni Comín, la competencia recae en la Audiencia Provincial de Barcelona.
La ley es clara, la competencia está definida y las instituciones europeas ya han marcado el camino. Ahora solo falta ver si el Supremo decide rectificar o si prefiere seguir acumulando reveses judiciales que, tarde o temprano, el TEDH acabará confirmando.
Este escenario es diametralmente opuesto al de 2019. Entonces, no existía una norma que delimitara la competencia del Supremo respecto de los eurodiputados, lo que permitió que se arrogara la facultad de investigar y juzgar a los exiliados. Pero, la legislación sí establece de manera expresa cuál es el juez competente, dejando sin argumentos al Supremo para continuar con su estrategia.
La mejor vía que tiene el Tribunal Supremo para prepararse ante el inminente pronunciamiento del TEDH sobre las vulneraciones de derechos fundamentales cometidas en el juicio del procés es reconocer su falta de competencia y permitir que sean los órganos judiciales adecuados quienes decidan sobre la aplicabilidad de la amnistía.
La cuestión es si el Supremo aceptará esta salida o si, por el contrario, continuará con su estrategia de huida hacia adelante, desafiando no solo a la legislación vigente sino también a las instituciones europeas. Lo que está en juego no es solo el futuro de los líderes independentistas exiliados, sino el propio prestigio del Tribunal Supremo, que más allá de los Pirineos ya ha quedado seriamente dañado.
El Tribunal Supremo tiene en sus manos una última oportunidad para recuperar parte de su credibilidad. La cuestión es si la aprovechará o si, por el contrario, seguirá empecinado en un camino que lo ha llevado al descrédito internacional. La ley es clara, la competencia está definida y las instituciones europeas ya han marcado el camino. Ahora solo falta ver si el Supremo decide rectificar o si prefiere seguir acumulando reveses judiciales que, tarde o temprano, el TEDH acabará confirmando.
Lo hemos puesto fácil, y lo único que hay que saber es si están dispuestos a tomar la senda de la legalidad o si se mantendrán en la del empecinamiento en un tema que, como me dijo el otro día uno de los muchos periodistas que acudieron a la vista oral ante el Supremo: “esto ya huele a añejo”.