Primero empezó a fallar la figura de Biden, después empezó a fallar el invento de Macron y ahora falta para ver qué hará o que podrá hacer el PSOE de Pedro Sánchez para mantener el prestigio de la vieja política. La retirada desastrosa de Merkel ya tendría que haber advertido a los gestores del orden occidental que la democracia mínima solo sirve para ganar tiempo. A Sánchez, se le acaba el margen que le dieron aquellos votos que Oriol Junqueras le regaló desde la prisión para que pudiera gobernar España.
Aunque los socialistas y los comunes amenacen al independentismo con el advenimiento de la ultraderecha, el enemigo más peligroso de Catalunya es la falsa democracia. Si no fuera por la abstención, Salvador Illa todavía sería visto como la solución mágica de algo, y los partidos de obediencia catalana continuarían degradándose en la lucha por el poder. Este verano, Junts y ERC pueden empezar a redefinir su papel en el país o bien continuar agonizando como el resto de formaciones políticas tradicionales del orden europeo y americano.
En el aspecto práctico, todo lo que no sea una propuesta del Estado para que Junts y ERC se abstengan en la investidura de Illa tiene muy poco sentido y debería llevar a unas nuevas elecciones. Conseguir que los políticos se rindieran ante Madrid era relativamente fácil, como se vio, y por eso Junqueras pudo teatralizar tan bien la sumisión de la política catalana a la española. Pero una cosa es cortar la cabeza de los políticos, o convertirlos en títeres despreciables de un orden perverso, y otra cosa muy diferente es convertir la democracia en un sistema autoritario sin pagar ninguna factura.
Es importante recordar que los votos que Junqueras dio gratis al PSOE contribuyeron a liquidar a Albert Rivera y a Ciudadanos, y abrieron una división en el PP que todavía dura. Una de las gracias de la democracia es que, llegados a un punto, el amor a la verdad tiene más fuerza que la propaganda o las jugadas maestras. En 2018 no tenía mucho sentido rendirse ante la España del PP y no dar una oportunidad a Sánchez. Ahora no tiene sentido premiar al PSC con la presidencia de la Generalitat, si no es a cambio de alguna propuesta que justifique la existencia de los partidos que organizaron el 1 de octubre.
Los partidos catalanes tienen que volver a ser un espacio de discusión y de transformación política y social, antes de poder volver a ser una máquina de recoger votos y colocar a gente
Junqueras y Puigdemont ya se han arrastrado todo lo que se podían arrastrar ante Madrid. Ahora son los socialistas los que tienen que demostrar que su idea de la democracia —aquella idea que defendían junto a Ciudadanos y del PP durante el procés— es mejor que la de Vox, para Catalunya. Si el PSC no puede ayudar a justificar los papelones que ERC y Junts han hecho desde el 155, si no puede ofrecer alguna propuesta tangible que ponga en perspectiva los veinte años de conflicto nacional que Catalunya lleva desde que Maragall destapó la caja de los truenos del Estatut, no tiene ningún sentido investir a Illa.
Los partidos catalanes tienen que volver a ser un espacio de discusión y de transformación política y social, antes de poder volver a ser una máquina de recoger votos y colocar a gente. Aquí y en el resto de Europa los partidos de ultraderecha, que se dice, funcionan porque los votantes los ven como un instrumento para cambiar las actitudes y los temas de debate, no porque nadie esté pensando en proclamar el III Reich. En Catalunya, el impacto de Sílvia Orriols va mucho más allá de su partido y de su ideología porque es la única voz que apela a la dimensión sagrada de la política y, por lo tanto, de la historia colectiva.
Los partidos que no contribuyan a superar la crisis de valores que sufre el país cada vez tendrán más números para desaparecer, o para llevar sus votantes a aceptar la muerte de la democracia. El centro político se deshace en todo Occidente porque ha despreciado la importancia de la vida espiritual de las naciones y los individuos, y ahora no tiene argumentos para pedir comprensión y sacrificios a sus electores. En España este tema es espinoso porque despierta conflictos que todavía están vivos, pero el PSOE de Sánchez y el PSC de Illa no se escaparán de ellos como se pudieron escaparse sus padres durante la Transición.
Catalunya es una nación y bastaría con que los políticos del país se hicieran cargo de este hecho para que la idea de la democracia volviera a coger épica y muchos problemas del Estado se pudieran enfocar mejor. En España, la polarización y la ultraderecha no se alimentan del miedo que da la inmigración, sino de las contradicciones que provoca Catalunya. A diferencia de Biden y de Macron, y del resto de políticos centristas europeos, Sánchez tiene en las manos un problema que hace siglos que dura. La historia vuelve y, cuando miro la geopolítica europea, a veces me pregunto qué veremos antes: si un musulmán de presidente de España o la libertad de Catalunya.
Pero este ya es otro artículo.