Catalunya es este lugar deprimente y asilvestrado donde la irrupción de cuatro imbéciles totalitarios en un campo de fútbol provoca más volumen de noticias que el triunfo incontestable del Barça en la Liga. Hay una cosa mucho más triste que la presencia de fascistas en los estadios y es, desgraciadamente, que los sprint de esta gentuza entretengan a nuestra clase periodística durante toda una semana. Somos una especie de gente que vive feliz danzando en el pajar, que cae en la trampa de los ultras haciéndoles el mejor favor posible: a saber, prestándoles atención. No minimizo lo que ocurrió en el estadio cornellense de los periquitos; la presencia de esta gentuza en cualquier entorno me resulta espantosa, pero (visto que la carrera se apaciguó rápidamente y sin ningún tipo de peligro real para los jugadores) se debería pasar página cuanto antes y centrarse, por una puta vez, en la victoria.
Los problemas del Espanyol —que tiene, y bien notorios— son responsabilidad única de su equipo directivo-deportivo y, con respecto a la presencia de ultras, de una larga tradición de mandatarios que han tolerado la impunidad de esta peña en los estadios. Joan Laporta los echó del Camp Nou, ya hace muchos años, pagando un precio personal y familiar inmenso por su valentía; si el Espanyol no lo ha hecho hasta ahora es por una mezcla espantosa de pereza y frío podal. Visto que no han cumplido con los mínimos estándares de seguridad y prestigio (que afectan, primordialmente, a la seguridad de su propia afición) que nos permitan cuando menos relegarles al poco espacio que merecen. Llevamos tres días, tres, con disquisiciones metafísicas sobre si un corro es una celebración o un acto provocador y escuchando todo tipo de discursos exculpatorios de los españolistas. Cuánta retórica, cuánta fatiga.
No quiero oír ni una palabra más sobre estos ni-nis, que, por no saber, no saben ni enfadarse con sus propios jugadores, responsables últimos del descenso perico; hablemos, aunque nos cueste, de los que ganan
La única irrupción que hay que comentar de la visita del Barça a Cornellà es la de Jan Laporta en el vestuario del Barça, tan imponente en su impulso que nuestros héroes culés, a punto de cogerlo, parecían un conjunto de bolos miedosamente sometidos a su brazo. Así entra Jan en los sitios cuando ganamos, y así es cómo debería haber entrado Puigdemont en el Parlament después del 1-O, si no hubiera decidido huir como un ratón de vacaciones a Waterloo. Así es como querríamos, de hecho, entrar en los restaurantes, en las cumbres de la ONU, en la cámara nupcial y en todo lugar en el cual valga la pena meter la nariz. Ya hace demasiado tiempo que en Catalunya pedimos permiso para levantar una simple persiana, no fuera que alguien se ofenda por si pasa corriente de aire; el empuje de nuestro único líder resulta un contrapeso magnífico a tanta cagada. No me habléis de carrerillas de ultras, hablemos de Jan.
Esta Liga, que es de Xavi y de los jugadores, también es una Liga de Laporta. El presidente del Barça heredó un club en bancarrota y con la moral deportiva bajo tierra y él, solito, ha resuelto la mierda proveniente de la capital con el caso Negreira (unas acusaciones sobre las cuales, de momento, ni puñetero dios ha aportado una sola prueba fáctica). En uno de los instantes más complicados del club, Laporta ha conseguido ganar una Liga y, una vez mejorado este equipo todavía cojo de cara a la próxima temporada, el Barça ya podrá competir como dios manda en la Champions. No me habléis de unas cuantas decenas de gilipuàs haciendo el numerito en el campo del Espanyol; no quiero oír ni una palabra más sobre estos ni-nis, que, por no saber, no saben ni enfadarse con sus propios jugadores, responsables últimos del descenso perico. Hablemos, aunque nos cueste, de los que ganan.
Hablemos del Barça. Hablemos de Jan. Y hablemos del Espanyol, solo cuando tenga la decencia de expulsar a la chusma y deje de hacernos perder el tiempo, una vez más.