Gabriel Rufián tenía que hacer una intervención al final de un 11 de Septiembre, el de la Meridiana. La ANC, su secretariado, de hecho, lo vetó porque no querían que nadie tomara la palabra en castellano. Afortunadamente la decidida actitud de Òmnium y también de ERC, entre otros, evitó el boicot. También es mérito de la consellera Meritxell Serret, entonces de la ANC, que presentó batalla interna. El alma nacionalista, en aquella ocasión, no salió adelante ante la determinación del alma nacional. Y, finalmente, Gabriel Rufián, de Súmate, pudo hablar. En castellano, su lengua materna. Ya tiene narices, estábamos en la Meridiana, queríamos dirigirnos a todo un país y alhunos nos salían con prohibiciones. Era la negativa a interiorizar y entender el sentido profundo de hacer un nuevo país, de querer una república, no para perder derechos, sino para ganarlos todos.
Gabriel Rufián habla con su pareja en castellano. Es la lengua en la que se conocieron y salieron. Es la lengua que se habla en las calles de El Fondo, de Santako, donde prácticamente no se habla ningun más. Rufián tiene un hijo, Biel. Tiene seis años, con una llamativa melena rubia, habla en catalán. Y poco a poco lo hará también en castellano y si puede ser, pronto, también en inglés. Gabriel Rufián y Mireia, su pareja, siguen hablando en castellano entre sí. En cambio, a Biel siempre le han hablado en catalán. Es un ejemplo clarísimo de un catalanismo que no es de origen, sino de destino. Lo fundamental es cómo te proyectas al futuro, no de dónde vienes, ni dónde has nacido, ni en qué lengua te hablaba tu madre. Es el dónde quieres ir que hermana el destino, el futuro.
El momento fundacional del independentismo moderno es la declaración de Carod-Rovira de que para ser independentista no hace falta dejar de sentirse español
Rufián y Mireia han tenido esta actitud vital. Y lo celebramos. Pero hay miles de parejas que han decidido, con toda naturalidad, hablar en castellano a sus hijos. ¿Y qué? ¿Es que por este motivo tenemos que dejar de contar con ellos? De ningún modo, son nuestros vecinos, nuestra gente. La República, si es que de verdad la queremos, también la tienen que hacer ellos y para ellos. Juntos. Es así de simple y sencillo, si es que de verdad queremos ganar. A menos que queramos ser eternamente independentistas, claro. Y no entender el sentido último de querer ser un solo pueblo.
En el Parlament, hoy, el portavoz de un grupo que ahora es más catalanista que nadie se negaba a responder preguntas si se las formulaban en castellano. Es una actitud que puede ser muy celebrada por la Catalunya pura. Pero es como hacer un viaje al pasado y contraproducente. Además de absurdo e, incluso, diría que ofensivo. Digo al pasado porque era la actitud que hace diez años tenía el independentismo parlamentario: en las ruedas de prensa solo respondíamos en catalán. Afortunadamente aquella actitud ha sido superada. Lentamente, con algunos pasos audaces, también, que enervan los dogmas del nacionalismo. Como cuando Oriol Junqueras publicó un artículo proclamando "El castellano y la República Catalana". Enseguida, los guardianes de las esencias se echaron enicma de Junqueras. "¡Anatema!", bramaban.
Una parte del nuevo independentismo proviene de una tradición nacionalista hegemónica y de poder. Su conversión al independentismo es reciente; conversión que todos los que queremos ganar celebramos. Pero no deja de ser una actitud propia de la fe del converso. Cuando Carod-Rovira proclamó en julio de 1998, justo al día siguiente de la muerte de su padre, aragonés de nacimiento, que para ser independentista no había que dejar de sentirse español, conmocionó las bases de ERC. Aquella declaración es el momento fundacional del independentismo moderno, del que quiere ganar, del que se parece al país y quiere parecerse a él. Después seguiría Junqueras desbrozando el camino y aguantando las protestas, cada vez menos, de un nacionalismo identitario de suma cero. Junqueras pasó de las palabras a los hechos. Sant Vicenç dels Horts es un ejemplo exitoso, es el ejemplo que se tendría que generalizar en todo el Baix Llobregat, de arriba abajo. Y finalmente llegó Gabriel Rufián, que debutó en un debate de candidatos en TV3, en castellano. La aparición de Rufián fue revolucionaria y rompedora. Los candidatos de Ciudadanos y el PP ni es se atrevieron a insinuar la infamia de que el castellano está perseguido en Catalunya. Gabriel se los comía.
En Catalunya, para hacer la República, necesitamos a los Pujols. Pero tanto o más necesitamos a los Rufianes
En Catalunya, para hacer la República, necesitamos a los Pujols. Pero tanto o más necesitamos a los Rufianes. A muchos más. Para andar bien al menos haría falta que en la bancada indepe del Parlament hubiera tantos Rufianes y Rufianas como haga falta hasta que esta bancada se parezca al país que quiere representar. Y también necesitamos a gente como Tardà, a muchos más Tardàs; los que siempre están ahí, a las duras y a las maduras, y diciendo en público lo que muchos solo tienen el valor de decir en privado.
Ganar requiere una mayoría incontestable ante un estado autoritario y demofóbico. Necesitamos las comarcas, a todas. Pero sobre todo, si es que queremos ganar, necesitamos las regiones metropolitanas y las grandes ciudades, empezando por el Baix Llobregat y el Barcelonès. Es aquí donde ganaremos o perderemos la batalla. Es aquí donde necesitamos imperiosamente sumar si queremos ganar. En comarcas ya está ganada. En algún momento hemos oído decir que la Catalunya pura es enemiga de la Catalunya libre. La formulación es agresiva y tal vez injusta. Pero sí es justo afirmar que el purismo identitario no solo no ayuda a sumar complicidades, sino que genera anticuerpos. Optar por el resistencialismo nacionalista puede ser una opción para los que quieren ser eternamente independentistas. Pero para los que queremos ganar un país entero para edificar la república, la única opción es sumar, seducir, gustar y convencer.