Hay mundo político que solo acepta la catalanidad en la medida en que esta es parcialmente española. Se podría reducir esta afirmación al mundo del PSC, pero el discurso en los premios Gaudí de Eduard Sola ha ido bien para destapar hasta qué punto algunos –que siempre son los más rápidos en apuntar todo tipo de opresiones– tienen la cabeza colonizada por el marco español. Hay una parte de la izquierda del país que ha abrazado el discurso identitario de Ciudadanos en nombre del antifascismo. Hay un mundo político que solo acepta la catalanidad en la medida en que esta es un complemento, una medallita distintiva, y que cuando se lo haces ver, se van corriendo a Crític a escribir artículos sobre la herida charnega como si todas las estructuras de poder funcionaran a la inversa de como lo hacen. Hay un mundo político que no solo encuentra coherente, sino que encuentra necesario que en el cine catalán siempre haya personajes en castellano. O que el cine en catalán sea, directamente, en castellano. Para poder ser catalanes siempre les hace falta una medida de españolidad, porque necesitan un escudo para poner distancia y convivir con sus prejuicios y su catalanofobia sin tener que combatirlos. Y ya no me refiero al discurso de Eduard Sola, claro está: me refiero a todos los que se lo han hecho suyo sin sentarse un momento a pensar cuáles son las dinámicas de poder identitarias que su relativismo y su retórica combativa están remachando.

Atizar la carta de la descendencia contra los catalanes para falcar todos los clichés es incompatible con hablar de un solo pueblo. Ahora que vuelven los mantras pujolistas se hace más evidente que nunca a quien han acabado favoreciendo: a aquellos que, sistemáticamente, sacan beneficios políticos de hacerse los oprimidos mientras disfrutan de todos y cada uno de los privilegios de la cultura opresora. Se habla de un solo pueblo contra los catalanes, y no a favor de los catalanes, porque se hace para tapar y silenciar un proceso de minorización que hoy por hoy parece imparable. Un solo pueblo porque el que es castellano es tan catalán como el que es catalán, y separar el grano de la paja hará que aquel que divide la sociedad catalana sea el catalán. En nombre de la bondad y con llorera victimista, aquí los que mamamos siempre acabamos siendo los mismos. Pero la lagrimita les funciona, porque en una sociedad como la catalana –acomplejada, sentimental y sin una noción real de poder– que alguien nos haga sentir los malos de la película siempre nos lleva a acabar comprándole todos los argumentos. Trescientos años de dominación nos han convertido en gente replegadita hacia adentro con una salivación enfermiza por la culpa. De hecho, por eso estamos donde estamos.

 

Catalunya se ha dejado perder los artefactos que le permitían —más o menos— catalanizar a los recién llegados y a sus hijos

 

Resignificar el charneguismo y su relato es una batalla perdida porque para el Estado español –y para todos sus aparatos– es una herramienta perfecta para el proceso de asimilación: impide sentir orgullo por la identidad catalana, invierte la dinámica de las estructuras que organizan el país, reduce la identidad a un único momento histórico, hurga en nuestros complejos, incompatibiliza ser de izquierdas en el eje social y nacionalista catalán, y convierte la adscripción nacional en un rasgo genético. Esta última es la más cínica de sus consecuencias, porque blandiendo la carta del charneguismo como si fuera una oposición al esencialismo y el etnicismo, en realidad aquello que se está procurando es todo el contrario. Para combatirlo y enfrentarnos a ello intelectualmente podríamos oponer un relato catalán que sirviera para deshilachar el tramado de la retórica españolista, sí. Y no es que no tengamos relato, no: es que somos una nación ocupada, la relación que tenemos con nuestro hilo histórico está adulterada por la condición reiterada de perdedores y nuestro relato es el no-relato. Cuando quiera Roger Palà, quizás podamos hablar de esta herida.

Hay quien de todo el alboroto de gallinero que ha sucedido el discurso de Eduard Sola quiere salvar el "resto", como si Sola no hubiera utilizado la palabra "charnego". El problema, sin embargo, es que aquello que Sola elogia ya no existe: el país que le permitió catalanizarse y progresar en el ascensor social a partes iguales, entre la dejadez y la cobardía, ha desaparecido. Catalunya se ha dejado perder los artefactos que le permitían —más o menos— catalanizar a los recién llegados y a sus hijos, y eso es lo que el mundo político que se aprovecha de las historias personales como la de Sola intenta enmascarar. Ahora mismo no existe ninguna estructura que esté al servicio de la construcción nacional, y todavía hay algunas encargándose de paliar las consecuencias de una derrota que hace años que dura. Mientras algunos se aprovechan de los orígenes de los abuelos de una parte importante del país para garantizarse una bolsa política y electoral fiel, nuestros hijos tienen cada día menos posibilidades de vivir en un país en qué llamarse catalán no vaya asociado a un esfuerzo todavía mayor que el que ya hacemos los que seremos sus padres, o de vivir en un país en qué sentirse orgulloso de la propia identidad –como lo está cualquier habitante de cualquier parte del mundo– no te haga culpable de toda la morralla estereotipada que alguien más te vierte encima. Hay un mundo político, sin embargo, a quien todo esto ya le va bien.