La ola belicista que recorre Europa nos transporta a tiempos pasados, a esa mal llamada "paz armada" de finales del siglo XIX y principios del XX que, lejos de garantizar la estabilidad, sentó las bases de la Primera Guerra Mundial. Hoy, en pleno siglo XXI, la historia parece repetirse, pero con una agravante: las consecuencias de esta nueva escalada armamentística podrían ser aún peores.

Desde los principales centros de poder europeos, se insiste en la necesidad de aumentar los presupuestos de defensa y reforzar las capacidades militares. Se repiten discursos sobre la amenaza que representa Rusia, la preparación para una guerra prolongada y la urgencia de fortalecer la industria de defensa como si de una cuestión de supervivencia se tratara. Pero ¿realmente Europa está en peligro o se trata de una cortina de humo para ocultar los problemas internos de los gobiernos más belicistas?

Si observamos con atención, hay un patrón común entre quienes promueven esta escalada armamentística: todos enfrentan graves problemas de estabilidad política y económica. Desde el Reino Unido, donde el primer ministro Keir Starmer lidia con disturbios de extrema derecha, problemas habitacionales, migratorios y una crisis sin precedentes en el sistema de salud, hasta Francia, donde Macron enfrenta un creciente descontento social y una debilidad política que compromete su futuro. En España, el Ejecutivo navega entre pactos frágiles, casos de corrupción y tensiones internas. En cada uno de estos casos, el rearme se ha convertido en una estrategia para cohesionar apoyos políticos y desviar la atención de los problemas reales.

El belicismo ofrece una narrativa simple y eficaz: hay una amenaza externa, y solo la unidad nacional —o, en este caso, europea— puede hacerle frente. Se alimenta el miedo para justificar recortes en derechos, un mayor gasto en defensa y la aceptación del discurso militarista. En este contexto, la guerra deja de ser solo una posibilidad y se convierte en una herramienta política. Pero la historia ha demostrado que jugar con estos discursos suele traer consecuencias devastadoras.

Se alimenta el miedo para justificar recortes en derechos, un mayor gasto en defensa y la aceptación del discurso militarista. En este contexto, la guerra deja de ser solo una posibilidad y se convierte en una herramienta política

Hasta hace poco, se afirmaba que Ucrania estaba derrotando a Rusia, que el ejército ruso era una sombra de lo que se creía y que el conflicto estaba inclinado a favor de Kyiv. Ahora, en un giro discursivo sorprendente, se nos dice que Rusia es una amenaza existencial para Europa, que su ejército es una maquinaria imparable y que, por lo tanto, es necesario redoblar el esfuerzo militar.

¿Qué ha cambiado realmente? ¿Es Rusia más poderosa ahora que hace unos meses o un año? ¿O simplemente ha habido un ajuste en la narrativa para justificar un aumento masivo del gasto militar? La realidad es que el conflicto en Ucrania se ha empantanado, con miles de vidas perdidas, territorios devastados y sin una solución política clara a la vista. En este escenario, los grandes beneficiados no son los pueblos de Europa ni los ciudadanos ucranianos, sino la industria armamentística, que atraviesa un nuevo periodo dorado con inversiones y contratos millonarios.

Mientras tanto, los presupuestos públicos europeos se desvían hacia la defensa, relegando a un segundo plano las verdaderas necesidades de la población: sanidad, educación, infraestructuras, vivienda y transición ecológica. Se pretende construir una Europa militarizada en detrimento de una Europa social, y el impacto político y económico de esta decisión no tardará en hacerse sentir.

España no ha sido ajena a esta escalada armamentística. En los últimos años, el gasto en defensa ha aumentado significativamente, con inversiones en nuevos cazas, fragatas y sistemas de artillería. Sin embargo, pocos se preguntan si estos gastos están realmente orientados a una guerra del siglo XXI o si, por el contrario, responden a estándares militares obsoletos.

No es solo una cuestión de presupuestos militares o discursos inflamados, sino un síntoma de una crisis política más profunda. Se está utilizando la amenaza de guerra para desviar la atención de los problemas internos, consolidar gobiernos frágiles y justificar políticas

El Reino de España no es un actor militar clave en el escenario europeo ni tiene tradición de intervención directa en conflictos internacionales de gran envergadura. Su papel ha estado más vinculado a misiones de paz, apoyo logístico y operaciones internacionales bajo el paraguas de la OTAN. Sin embargo, en el contexto actual, parece que se la empuja a asumir un rol más beligerante sin una estrategia clara sobre lo que ello implicaría.

El problema de fondo es que el Estado no está preparado ni militar ni económica ni socialmente para sostener una guerra de alta intensidad con tecnología avanzada. Su ejército no está dimensionado para una confrontación directa con una potencia como Rusia, ni su economía podría soportar los costos de una guerra prolongada. En lugar de destinar recursos a una escalada armamentística sin sentido, el Gobierno central debería centrarse en fortalecer su capacidad diplomática, su resiliencia económica y su autonomía estratégica en sectores clave como la energía y la industria tecnológica.

Otro aspecto que apenas se discute es la relación de Europa con Estados Unidos en este contexto de rearme. La industria militar estadounidense es la gran beneficiada de esta nueva carrera armamentística, con Europa adquiriendo armas, equipos y tecnología a precios exorbitantes, mientras su propia industria de defensa sigue dependiendo en gran medida de Washington.

Este modelo de dependencia es insostenible y coloca a Europa en una posición de sumisión estratégica. Si realmente se quiere hablar de seguridad europea, el debate debería centrarse en cómo lograr una mayor autonomía estratégica, no en cómo seguir reforzando un modelo que beneficia principalmente a los intereses de Estados Unidos y su industria militar.

Apostar por la diplomacia, la resolución pacífica de los conflictos y una seguridad basada en la estabilidad y el desarrollo debería ser la prioridad. Si Europa se deja arrastrar por la espiral de rearme, podría descubrir demasiado tarde que ha entrado en un callejón sin salida

Europa debería apostar por una política de seguridad que no dependa exclusivamente del músculo militar, sino que combine diplomacia, desarrollo económico y estabilidad interna. En lugar de persistir en la lógica de la confrontación, se deberían redoblar los esfuerzos para encontrar soluciones políticas al conflicto en Ucrania, reforzar la estabilidad en el este de Europa mediante el diálogo y reducir la tensión con Rusia sin caer en la ingenuidad. Si bien Rusia ha demostrado su capacidad para mantener un conflicto prolongado, también es cierto que una Europa que apueste únicamente por la guerra se encamina hacia una espiral de consecuencias inciertas y potencialmente desastrosas.

El belicismo que recorre Europa no es solo una cuestión de presupuestos militares o discursos inflamados, sino un síntoma de una crisis política más profunda. Se está utilizando la amenaza de guerra para desviar la atención de los problemas internos, consolidar gobiernos frágiles y justificar políticas que, de otro modo, difícilmente serían aceptadas por la ciudadanía.

Lo más preocupante es que se está alimentando una dinámica en la que la guerra se convierte en un horizonte cada vez más plausible.

El desenlace de la última gran "paz armada" fue una guerra devastadora. Hoy, con un arsenal nuclear en juego y economías frágiles, el riesgo es aún mayor. Apostar por la diplomacia, la resolución pacífica de los conflictos y una seguridad basada en la estabilidad y el desarrollo debería ser la prioridad. Si Europa se deja arrastrar por la espiral de rearme, podría descubrir demasiado tarde que ha entrado en un callejón sin salida.

La verdadera pregunta que los ciudadanos europeos deberían hacerse no es cuántas armas más necesitamos, sino cómo podemos evitar que la historia se repita.