A partir del Brexit nada ha vuelto a ser igual en la Unión Europea. Es reflejo del hecho de que sus tratados prevean, a partir de lo acordado en Lisboa, que un Estado miembro pueda irse si lo desea, algo que refuerza la condición de soberanos que todos ellos quieren seguir manteniendo. El Reino Unido se fue, entre otras cosas, por discrepancias respecto a la política agraria común y al papel determinante del eje francoalemán en el proyecto. Luego, un juego astuto de posverdad convenció a la mayoría de los votantes en el referéndum que posibilitó David Cameron de que lo mejor era marcharse; así que adiós. Ahora hay quien cree que un referéndum así sería la mejor opción para Cataluña.
Desde aquellos convulsos y decisivos momentos las cosas no han ido del todo bien para los británicos, pero algo se ha resquebrajado a su vez en la Unión Europea, por mucho que se amontonen en su puerta los candidatos a entrar. Y es que los intereses de cada Estado no necesariamente coinciden con el resto y cuando se trata de cuestiones cruciales y que comprometen ingentes cantidades de recursos, el desacuerdo se acrecienta: ya hemos visto cómo la posición común en torno a la guerra de Ucrania ha tenido desde el principio algunos matices (los supuestos bloqueos a Rusia y la ayuda armamentística a Ucrania solían contradecirse por la puerta de atrás) y ahora, en lo que ya se comprueba que es una posición bélica de desgaste por parte de Rusia, las voces discrepantes sobre el mantenimiento de la ayuda al ejército ucraniano se han fundido con un giro del visor de la opinión pública hacia Oriente Próximo. Porque viendo los miles de muertos que en poco tiempo ya acumulan israelíes y palestinos, se corrobora lo que algunos advertíamos respecto de la que teníamos en el confín este de Europa: ¿Qué clase de guerra es esta donde, tras meses de bombardeos, las víctimas ucranianas y rusas todavía se pueden contar, afortunadamente, en cifras muy inferiores a las del conflicto estallado en la Franja de Gaza?
La Unión ha tenido que intentar cerrar su enésima crisis de imagen con un comunicado en el que se compromete a seguir prestando ayuda humanitaria a la Franja
Pero el foco, como digo, ha cambiado. La guerra más despiadada siempre se libra lejos de nuestros ojos, donde los muertos parecen contar menos, pero si se trata de conflictos que nos resultan de interés, la lupa se acerca y los posicionamientos se hacen explícitos. Y en ese contexto de masacre cernido sobre una de las zonas secularmente más castigadas del planeta, Europa no tiene una posición unánime, entre otras cosas, por el temor a que la ayuda humanitaria que se compromete a seguir aportando para las necesidades palestinas no llegue a quien, por otra parte, es ahora mismo no solo víctima de las operaciones de un grupo terrorista según la Unión Europea, sino al mismo tiempo votante de ese grupo en tanto que fuerza política parlamentaria con mayoría absoluta en Gaza. Si a eso se añade la diferente opinión que los Estados europeos tienen sobre la política migratoria común y sobre el papel de Israel (y de EUA) en el conflicto, la desunión de la Unión está servida.
España suma a ese desconcierto su surrealista división de opiniones (que dice la Moncloa libres, aunque quien las emita forme parte del Gobierno que no las comparte), expresada en la disintonía entre el ministro Albares y la ministra Belarra para estupor de los servicios diplomáticos israelíes, tampoco estos demasiado afinados en su reacción. Tal es el panorama, que la Unión ha tenido que intentar cerrar su enésima crisis de imagen con un comunicado en el que se compromete a seguir prestando ayuda humanitaria a la Franja (ya veremos cómo, con los accesos cerrados) y pide a Israel que vaya con tiento en la respuesta militar que prepara. El tejido del conflicto es extremadamente frágil y la unión de la Unión, en tal contexto, tiende a desmoronarse.