Ha tenido que llegar un famoso hasta el Congreso para dar luz a la falta de humanidad con la que, en general, se solventan las comparecencias de ciudadanos ante su representación parlamentaria. Que la política vive en una burbuja que aísla a cuantos participan en ella es algo que podemos intuir; algunos incluso lo hemos comprobado en directo: la atención que se presta a la dialéctica con el adversario casi no deja espacio a la respiración y a la vida. De ese modo se nos escapa el gesto, y a veces incluso el grito, de cuantos ponen su esperanza en quienes han elegido como sus representantes.
A gritos se expresaba, metafóricamente hablando, Juan Carlos Unzué el otro día en el Congreso, cuando con los dedos de una sola mano contaba a los diputados que habían acudido a escuchar la bronca que les tenía preparada. A Unzué tuve ocasión de escucharle cuando generosamente estuvo hablando a los egresados de la UIC en un acto de Alumni. Su charla tuvo, a mi juicio, más valor e impacto que nuestras clases cotidianas. Porque apelaba a recordar que en cualquier trabajo que desempeñemos no debemos dejar a un lado nunca el factor humano, ni el agradecimiento por cuanto nos es dado, ni el esfuerzo constante por superarnos. Andaba yo todavía en política, y de eso ha pasado ya más de una década, cuando se aprobaba la famosa Ley de Autonomía Personal. Fui diputada ponente en la complementaria Ley de Servicios Sociales que se aprobó en el Parlament. Ninguna de ellas, y ya se criticó entonces, incorporaba la dotación económica necesaria para lo imposible: que quienes carecen de autonomía puedan en alguna medida equipararse a quienes gozamos de ella.
Unzué reclamaba que el sistema no solo garantice una muerte digna, sino también una vida digna a quienes apuestan por vivir
Unzué reclamaba el otro día en el Congreso algo más simple y constitucionalmente del todo exigible: que el sistema no solo garantice una muerte digna, sino también una vida digna a quienes apuestan por vivir. Su alegato era algo más que personal, ya que reconocía que en su vida esa apuesta está económicamente garantizada. No sé si pretendiéndolo, al hablar de vida digna, estaba recriminando al legislador y sus corifeos que los esfuerzos realizados para asegurar el acceso a la eutanasia no tengan un paralelo en la ayuda material que necesita quien quiere vivir y para hacerlo necesita de un costoso aparataje. Se intuía también en sus palabras que esa asimetría en el esfuerzo público, sin duda utilitarista (es más barato dejar que alguien se vaya que mantenerlo con vida), lo que en el fondo está haciendo es abocar al doliente a pedir el suicidio asistido. Porque quien no puede pagarse un respirador o la asistencia sanitaria para la mínima movilidad induce al entorno familiar a una tarea titánica de cobertura de esas carencias, generando una enorme desigualdad entre quien así puede optar por vivir y quien se ve necesariamente obligado a abandonar.
No creo haber escuchado mejor ni mayor grito en favor de la protección a la vida y una más exacta reconducción de la eutanasia a sus estrictos términos. Como es famoso, su crítica a la indiferencia ha resonado… ¿Se habrá escuchado en igual medida su mensaje de fondo?