Y de repente hemos descubierto que los prostíbulos estaban abiertos. Y lo hemos sabido de casualidad, cuando algunas comunidades autónomas han anunciado que decidían cerrarlos a causa de la Covid. Solo con conocer la noticia tuve varias reacciones, y no necesariamente por este orden: 1/ Incredulidad. ¿Los teatros han estado cerrados y los puticlubs no?, 2/ ¿Distancia? ¿Mascarilla? ¿Manos? ¿Sí? ¿Cómo? ¿Cuál de los dos?, 3/ A los puteros les puede tanto la cosa que no les importa infectar a las chicas ni infectarse ellos?, 4/ ¿Los locales obligan a los clientes a pasar controles?, 5/ ¿A las chicas que tienen que arriesgarse a sufrir las enfermedades habituales del gremio y ahora el coronavirus, les hacen pruebas? ¿Tienen alguna supervisión profesional? y 6/ ¿Teniendo en cuenta que hay cosas con las cuales no acaba ni la Covid, como son el tráfico de drogas, la violencia de género o la prostitución y que lamentablemente siempre habrá clientes, ¿qué pasa con las chicas que en vez de estar en un local ahora seguramente tendrán que buscarse la vida por la calle o en cualquier piso de mala muerte?
Y a partir de aquí el debate sobre abolición o legalización. Muy complicado. Uno de estos que tendríamos que aprovechar para hacerlo, pero que igual que el de los geriátricos, no haremos. Si aboles, la prostitución seguirá existiendo, pero cada vez más fuera de control y, por lo tanto, las chicas estarán más desamparadas y más en manos de las mafias. Si legalizas, aceptas y normalizas que una mujer venda su cuerpo a un desconocido, pero le puedes dar seguridad social, paro y una jubilación. Y en caso de pandemia, un ERTE y ayudas.
Total, que empecé a buscar información sobre la cuestión y pedí opinión a RM, una amiga que domina estos temas. Y RM me envió esta noticia con una nota que decía: "Va, para que te entretengas".
La noticia explicaba que una joven alemana de 25 años, informática en paro, envió su currículum a varias empresas y bases de datos. En él explicaba que había trabajado en una cafetería como camarera. El dueño de un bar nocturno se interesó por su perfil y ella le llamó. La oferta era trabajar en un burdel ofreciendo "servicios sexuales a los clientes". Ahora usted me dirá: "Pues decía que no y listos". Ya, pero la legislación laboral alemana establecía entonces que cualquier persona menor de 55 años que llevara más de un año en paro estaba obligada a aceptar cualquier trabajo. Si lo rechazaba se le recortaban los derechos y las prestaciones y ayudas relacionadas con el paro... y como allí la prostitución es legal...
"¿Pero cómo puede ser esto? Es una barbaridad", pensé yo y, seguramente, usted. Ya, pero el legislador decidió que no podía establecer diferencias entre los diversos tipos de bares porque habría sido una discriminación. Por lo tanto el "empresario" cumplía la ley. Y de hecho argumentó que si él pagaba impuestos por las ganancias de un negocio legal, ¿por qué no podía ofrecer trabajo a quien estuviera apuntada en una base de datos pública?
Al final parece ser que la chica pudo rechazar el trabajo y no perdió ningún derecho, pero la historia nos demuestra que hay leyes injustas que no solo tenemos el derecho sino la obligación de desobedecer, que el garantismo está muy bien mientras no cae en el papanatismo y que, a veces, todo es más complicado de lo que parece. Y me quedo en eso último.
Imaginese que usted en el mes de marzo tenía un trabajo precario o "en negro", por ejemplo relacionado con el turismo, o era un pequeño negocio que le permitía vivir al día. E imagine que entre el confinamiento y lo que ha venido después, usted no ha ingresado un euro desde entonces. ¿Aceptaría cualquier trabajo, con las condiciones que fueran, incluida la prostitución, si no tuviera alternativa?