El desastre en el País Valencià ha desnudado políticamente el país, y no solo con respecto a la ineptitud del PP, a los estragos de la economía del tocho y el turismo, a la podredumbre del brazo periodístico blanqueando al rey español y a la pelea política mientras muchos muertos todavía están en los coches y en los garajes. El desastre en el País Valencià también ha desnudado el país en términos nacionales, porque todo conduce a la conclusión del trato colonial y porque muchos catalanes han tenido que asomarse más allá del Delta. La relación de solidaridad por la tragedia ha hecho aflorar la cuestión nacional, porque la lengua compartida explica la alteridad con los españoles. Y de esta alteridad, siendo nación sin Estado, brotan todos los impedimentos para la libertad y el bienestar que carga la sumisión.
La relación entre valencianos y catalanes está viciada por la españolización de ambos países. Siendo este el vicio, la mejor forma de seguir viciando la relación es trabajando de manera oculta y con apariencia de naturalidad. Especialmente desde la Transición, los catalanes hemos contemplado el País Valencià como si no hubiera nada que hacer, como si la sustitución demolingüística —étnica— encarnizada y el modelo económico y territorial expoliador fuera cosa suya por no haber sabido defenderse mejor, por no haber tenido una derecha nacionalista como sí la tuvo Catalunya con la llegada de la —más o menos— democracia y por no haberse plantado con más vehemencia. Desde la ficción pujolista de que la nación catalana podía sobrevivir étnicamente dentro del Estado español, se acabó remachando —porque la brecha ya existía y era profunda— cierta mirada paternalista, incluso soberbia y culpabilizadora, sobre el País Valencià, y se dio prácticamente por muerto en términos étnicos. Durante años, de hecho, los principatinos lo hemos dado prácticamente por muerto y nos hemos desconectado culturalmente de él, como si la derrota atribuida pudiera extenderse en términos de mala enfermedad. Y como si la única forma de ayudarlos fuera la condescendencia. Tal y como tenemos hoy el Principat, sin embargo, no queda mucho margen para ser condescendientes.
Todo ello ha abonado un clima de antipatía mutua que pide ser cortado de raíz. Cualquier nexo que los catalanes queramos restablecer con los valencianos es recibido por los valencianos como una necesidad de sobreprotegerlos, porque asumen que los consideramos más débiles, incluso si esas manos tendidas surgen de haber comprendido el fondo de la antipatía. Me hicieron pensar en ello Jordi Graupera y el historiador valenciano Vicent Baydal en un pique que tuvieron en la red social que antes denominábamos Twitter. El primero subrayó que en la Horta Sud la lengua mayoritaria es el catalán —valenciano— y el segundo saltó porque le pareció que el tratamiento del comentario partía de la presuposición de que los catalanohablantes viven prácticamente en reservas indígenas en el País Valencià. Me pareció muy ilustrativo, porque es cierto que muchos principatinos han asumido que el valenciano está muerto y enterrado, y porque es igualmente cierto que, tras décadas de incubar cierta extrañeza en las relaciones, incluso un comentario de grata sorpresa con la intención de evidenciar la hermandad soterrada puede ser recibido y filtrado como condescendiente.
Desconectarnos territorialmente de valencianos y mallorquines, menorquines e ibicencos es el atajo más corto para desconectarnos de nosotros mismos y acelerar la sustitución
Cuesta de creer que una comunidad cultural y lingüística como la nuestra pueda estar tan dividida internamente, pero, por mucho que la Constitución española contemple convenios, la desconexión cultural es necesaria para que la idea de fondo que sostiene el Estado español no se rompa. Y eso, el PP valenciano siempre lo ha tenido en la cabeza. Sin vínculos y sin la historia compartida que los explica, sin lengua y sin perspectiva, la idea de ser meras comunidades autónomas y aceptar la españolidad como nacionalidad no solo no se hace insoportable, sino que parece la opción lógica. Desconectarnos territorialmente de valencianos y mallorquines, menorquines e ibicencos, imposibilitar que el marco cultural sea el mismo —o similar—, dificultar la comprensión de todo lo que supone una lengua compartida cuando esta lengua es lo que nos diferencia de la nación mayoritaria, es el atajo más corto para desconectarnos de nosotros mismos y acelerar la sustitución. Sin la panorámica territorial de cómo funciona la maquinaria españolizadora es más difícil de entender el móvil para la españolización y el núcleo étnico de muchos de nuestros males.
Catalunya sufre una asimilación vertiginosa de la que muchos valencianos hoy tampoco tienen noticia. O no lo bastante, a no ser que por necesidad o por ocio se hayan dado una vueltecita por el Principat. Las consecuencias políticas, culturales y lingüísticas del mal final del procés tendrían que servir de cura de humildad con respecto a las asunciones que hasta ahora han servido para mirarnos a valencianos e illencs. Si de verdad nos creemos que somos hermanos —porque en términos culturales y lingüísticos, lo somos— nuestros males también están hermanados. Unos y otros nos estamos convirtiendo en minoría en nuestros respectivos países en nombre de los mismos ideales, debido a los mismos discursos y con las mismas consecuencias. La historia compartida nos unía entonces y nos une ahora, pero sin mirarla e intentar comprenderla desde un lugar común, sin la voluntad comprendernos, pronto nuestra hermandad no será más que una idea romántica para engrosar la nostalgia.