En el Panteón de París están enterrados Voltaire, Rousseau, Victor Hugo, Alexandre Dumas, Émile Zola, Jean Jaurès, Jean Moulin, Pierre y Marie Curie o André Malraux, entre otras personalidades. La lista de sepultados en el Panteón podría ser mucho más larga, la grandeur de Francia da para un panteón de dimensiones galácticas, pero el espacio es el que es, y más tratándose de París, ciudad donde el metro cuadrado vale de media 11.403 euros.

En Madrid, la pequeña París, también quisieron construir un sepulcro de glorias nacionales copiando el ejemplo francés, al que llamaron Panteón de Hombres Ilustres, pero empezaron la casa por el tejado, porque en la mayoría de los casos, no encontraron los huesos|. A pesar de la falta de osamentas, decidieron continuar con el proyecto y enterraron a varias glorias, que, en su mayoría, tienen dedicadas calles y avenidas en Madrid, tales como Antonio de los Ríos Rosas, Juan Álvarez Mendizábal, Antonio Cánovas del Castillo, Práxedes Mateo Sagasta, José Canalejas y Eduardo Dato. Hay unas cuantas glorias más, pero necesitaría pasarme la tarde tratando de identificarlos en el callejero de Madrid, y prefiero imaginar futuros cadáveres ilustres, como Felipe González, José María Aznar y algún escritor de los llamados cipotudos.

La diferencia abismal de glorias enterradas —universales, las de Francia; de andar por casa, las de España— explica el porqué de la envidia histórica de los españoles hacia nuestros vecinos. Normalmente, solemos paliar nuestro pesar hacia los franceses diciendo que nos tienen manía, pero la sensación de manía, generalmente, queda reservada para la gente que se siente inferior a los demás. Lo que sienten los franceses hacia nosotros es, básicamente, indiferencia.

La aparición de Rafa Nadal como tenista pareció que servía para apaciguar este sentido de inferioridad. Cada Roland Garros ganado en París por el mallorquín servía para poner una nueva pica en el chovinismo parisino y llorar de rabia contenida, viendo cómo la bandera española subía por el mastelero al ritmo del himno nacional ante los ojos de la élite francesa. El rey de España se emocionaba, las infantas lloraban, Nadal mordía la copa como quien muerde una ensaimada de cabello de ángel, y los españoles, por fin, se vengaban del pérfido gabacho cantando el "yo soy español, español, español" frente a la tele, una estrofa mucho más profunda que la letra que escribió Marta Sánchez para acompañar la marcha real. Ni Marta Sánchez ni la melodía dan para más. Durante los partidos, también se hizo popular el grito de "vamos Rafa", y en clave guerrera, el famoso canto "a por ellos", tan querido por los maderos que vinieron a molernos a palos el 1 de octubre.

La diferencia abismal de glorias enterradas —universales, las de Francia; de andar por casa, las de España— explica el porqué de la envidia histórica de los españoles hacia nuestros vecinos

Tres mil anuncios y seis millones de "vamos Rafa" más tarde, el manacorense se ha retirado del tenis y, dicen, que el mundo pierde a un tenista pero gana a un futuro presidente del Real Madrid. Quién sabe. Tiempo libre tendrá de sobras, incluso, para leer a algún autor mallorquín, como Bartomeu Rosselló-Pòrcel, Llorenç Vilallonga, Baltasar Porcel o los contemporáneos Sebastià Alzamora y mi querida Llucia Ramis. Aunque dicen que, por ideología, a Rafa, en caso de leer, le va más Pérez-Reverte, Andrés Trapiello o Javier Cercas, porque Mery, su mujer, eso del idioma mallorquín lo considera provinciano y poco español. Una cosa buena, al menos, de Rafa Nadal con respecto a otros tenistas patriotas como él, es que paga sus impuestos en España, i su pulserita con la bandera nacional estampada no apesta insoportablemente a paraíso fiscal.

A juzgar por este artículo, puede parecer que me gusta el tenis, y la realidad es que me importa un carajo. A mí, el tenis actual hace que eche de menos los partidos entre Björn Borg y John McEnroe, cuando los tenistas jugaban con unas raquetas de madera que parecían cucharillas de café, y montaban unos shows de bronca en la pista que formaban parte de un espectáculo donde el juego tenía una estética menos robótica. Nadal siempre me ha parecido un tipo aburrido —en general, los tenistas tienen una dialéctica tan precaria como los corredores de motos—, pero entendía las pasiones que despertaba. A un conocido mío de Madrid me atreví a decirle que Djokovic era un tenista más completo que Nadal y que acabaría ganando más Grand Slam que el manacorense, y casi le da un ictus. El tiempo, por suerte, me ha dado la razón.

A los españoles, el adiós de Nadal les deja huérfanos ante los "putos" gabachos, siempre tan altivos. Quizás estaría bien hacer una consulta popular y decidir si queremos que los huesos de Rafa acaben en el Panteón de los Hombres Ilustres de Madrid. Honores tiene, y más si logra ser presidente del Real Madrid. Yo ya estaré en el limbo, pero lo veo: "Vosotros tenéis a Voltaire o a Zola, nosotros tenemos a Nadal". Me apuesto lo que quieras que en un tiempo no muy lejano, serán más importante el tenis y los tenistas que la literatura y los escritores, con toda la IA dedicada a escribir novelas premiadas en los principales galardones nacionales. Y el adiós de Nadal no solo deja huérfanos los peperos y los de Vox, sino también a los socialistas y a un gran sector de multiculturalistas miembros de Sumar o de Comuns, aquellos que defienden una sociedad multicultural con las virtudes de un reloj Casio: tiene de todo menos la hora, en catalán, por supuesto. Ya me entendéis.

Negar que Nadal ha sido uno de los mejores tenistas de la historia sería negar la evidencia, pero no soporto toda la corte que lo idolatra como si fue un nuevo Cid Campeador. Y lo que más añoraré es el "vamos, Rafa" y la testosterona que desprendía el alarido. Porque, si algo es Rafa Nadal, es un hombre de esos que se visten por los pies, y no como estos gabachos, que tienen a un armenio inmigrante y comunista enterrado en el Panteón y, seguramente, a algún mariquita.