Para entender el conflicto que nos espera últimamente no hay nada más ilustrativo que leer La Vanguardia, y no lo digo con ironía. Dudo de que haya ninguna cabecera en toda Europa que refleje con una intensidad dramática tan obvia el embrollo de prejuicios y contradicciones que van desconjuntando poco a poco las sociedades occidentales.
Catalunya es uno de los eslabones débiles de la democracia y eso hace que Barcelona se convierta en una casa de locos cada vez que una crisis de valores pone los ideales del orden contra los ideales de la libertad. La mezcla de rabia y de fascinación que produce el diario no se puede entender sin las contorsiones que, esta vulnerabilidad de base, obliga a perpetrar a sus directores, para sobrevivir
Ya hace más de un siglo que La Vanguardia subsiste haciendo equilibrios. El diario ha hecho negocio a base de mantener un pie a cada lado de la falla ideológica que separa la Europa autoritaria de la Europa comercial. Cuando la brecha de la falla se hace grande, como pasó en los años 30 y como empieza a pasar ahora, el discurso de la cabecera enseguida se resiente. Entonces casi puedes notar como el Conde se adentra en la zona oscura de la fuerza y como los difuntos suscriptores se remueven en sus tumbas.
Los diarios de Madrid se encuentran en su salsa defendiendo la España de Rajoy y su concepción borbónica de la democracia y de la Unión Europea. De hecho, me parece que si Podemos no eleva la apuesta y mantiene abierta la herida, como hizo la CUP cortándole la cabeza a Mas, la prensa madrileña hará aquello tan español de vejar al perdedor y repartirse su herencia como si fuera un botín de guerra.
Si los chicos de Podemos "están desconcertados" por el resultado de las elecciones, como publicaba ayer El País, lo que tienen que hacer es leer más el diario del conde de Godó. Hasta que no entiendan por qué una cabecera tan conservadora y agarrada a los mitos de la Transición trata a Ada Colau con tanta delicadeza, no atarán cabos.
El hecho de que la Europa de los borbones y la Europa de los Austrias, liderada por Inglaterra, se vuelvan a dar la espalda amargamente otra vez ha dejado a La Vanguardia en una situación difícil. Este fin de semana, José Antonio Zarzalejos publicaba un artículo a propósito del Brexit que era un resumen inmejorable de la irritación profunda que la Old England ha generado en España con su voto anti-Bruselas.
Tratando de dar categoría al artículo, Zarzalejos cargaba contra "siete partidos ultras" que, según él, reivindican una "Europa de las naciones", la "libertad del pueblo" y –atención– una "democracia directa como la de Suiza". Si Zarzalejos conectaba la ultraderecha con la democracia de los suizos, y tildaba de hooligans a los votantes del Brexit, Henry Kamen era aún más atrevido y furibundo. El hispanista, que es conocido por plagiar a diestro y siniestro a sus colegas, enviaba Inglaterra directamente al siglo XVI en un artículo incluso más infumable que sus biografías de Felipe II y Felipe V.
La salida pacífica del Reino Unido de la Unión Europea sienta un precedente peligroso para la unidad de España. Los mismos mitos de la democracia que garantizaban hasta hace poco la sumisión de Catalunya a la unidad sagrada de la patria, ya hace unos años que sólo despiertan viejos demonios. Por más que duela y aunque no guste, para muchos ciudadanos del continente el Brexit es y será uno de los hitos más concretos de la cultura democrática europea de los últimos años.
El hecho de que un país pueda defender sus intereses con un simple referéndum ante dos estructuras de poder tan fuertes como la Unión Europea y la City de Londres, no es poca cosa. Lo escribía Edward Luce en el Financial Times. Incluso en un entorno como el de Estados Unidos, Tejas necesitaría una guerra o un proceso constitucional imposible de culminar para hacer la independencia.
A Gran Bretaña le ha bastado una votación ajustada para romper con Bruselas y empezar a aclarar sus diferencias interiores. Sólo un asno no entendería la fuerza histórica que tiene esta imagen. En Europa la falta de un poder central fuerte, hace más fácil el ejercicio de la democracia directa. Lo que Inglaterra ha puesto en discusión es más un modelo de imperio que no su pertenencia más o menos inevitable a Europa.
El Brexit no sólo dará a los escoceses una segunda oportunidad de organizar un referéndum o de negociar una relación especial con Bruselas. La salida de Gran Bretaña, que es un contribuyente neto de la Unión Europea, aumentará la presión económica sobre Catalunya y demostrará que el espacio europeo tiene vida más allá de las directrices y los discursos oficiales.
El Brexit ha vuelto a situar la discusión sobre Europa allí donde estaba en 1714, entre los partidarios del centralismo faraónico y los partidarios de los poderes territoriales y la colaboración comercial. El Brexit no sólo ha votado contra Bruselas, sino que también ha votado contra el centralismo asfixiante de Londres, que se ha cargado las ciudades medias del país. Ante el panorama que se avista, es lógico que la España subvencionada haya salido en tromba a votar al PP y el PSOE y que Podemos haya sufrido un bajón inesperado.
El resultado del referéndum británico toca tanto el bolsillo español que, este fin de semana, La Vanguardia trató de deslegitimarlo haciéndose eco de las críticas que recibió del partido comunista chino. Para acabar de redondearlo el diario publicó un artículo épico que justificaba las conspiraciones de Fernández Díaz contra el 9-N. La pieza trataba al ministro como un "defensor del Muro", en referencia a la guardia nocturna que defiende a los siete reinos de los monstruos y las tribus bárbaras en Juego de Truenos.
La Vanguardia quiere imitar el elitismo cosmopolita del Financial Times, un diario inglés de capital nipón, aparentemente muy europeísta, pero que bien se podría llamar La voz de Wall Street. El problema es que, a merced de unos equilibrios de poder que no le favorecen, siempre se acaba creyendo que hay un exceso de democracia en el mundo.
A medida que la tensión entre las dos Europas se vaya acentuando, veremos como el diario defiende una idea del continente cada vez más turca, prusiana o china –en definitiva, más española y madrileña, que catalana y barcelonesa–. Es un juego peligroso, de una audacia fabulosa, en los tiempos de internet.