Hará cosa de pocos días, la mayoría de la élite convergente que se puso de perfil cuando Jordi Pujol escenificó un aparente suicidio político (confesando la famosa deja andorrana durante los momentos álgidos del procés) se reunió en Castellterçol, patria de Enric Prat de la Riba, para rendir homenaje al Molt Honorable 126. Era gracioso ver a Artur Mas, Xavier Trias, Felip Puig y el jefe de bedeles Josep Rull —quien glosó la figura de Pujol como "padre de la nación catalana moderna"—, todos encantadísimos de estar al lado de un líder a quien hace diez años negaron el pan y la sal, dejándolo sin oficina y la mayoría de los privilegios de un expresident. Pujol se puso cómodo, no solo porque ahora toque resucitar el espíritu de Convergència con ocasión de su medio siglo de existencia, sino porque la venganza es un plato que hay que servir bien congelado y, de eso de dominar los tempi de la cosa política, Pujol siempre ha sido un gran maestro.
Pujol se ha movido muy poco durante toda su vida y ha tenido suficiente con aprovechar las mentiras del procés para volver del país de los cadáveres de la cosa pública con el objetivo de recordarnos que no seremos independientes. "Nosotros podemos aspirar a salvarnos, pero lo tenemos que hacer negociando con España", dijo Pujol, remachando que el enemigo "es un país poderoso con una de las lenguas más importantes del mundo." Visto en perspectiva, ahora entendemos la confesión del expresident; lejos de querer expiar sus pecados y de exonerar a su familia de corruptelas, Pujol expuso de una forma cristianamente pornográfica todo el asunto de la deja para así permitir al Estado iniciar una cruzada contra todo aquello por lo que había luchado. Cuando la mayoría de los catalanes veían la independencia como factible, Pujol se desnudó ante la judicatura para que esta amedrentara a los catalanes que osan tirar por la calle de en medio.
El problema de Pujol es la memoria colectiva del 1-O y que la mayoría de sus votantes demostraran que quieren ejercer la libertad incluso en un contexto violento
En un tiempo de pacificación nacional resulta lógico, en definitiva, que tanto Salvador Illa como los viejos capataces convergentes resuciten a la momia de la ética pujolista, según la cual Catalunya es una curiosa entidad que solo puede velar por la gestión, pero que —de apostar por una mayor cuota de libertad— siempre acabará sometida a las porras de la pasma española. Yo puedo entender perfectamente que Jordi Pujol aproveche esta coyuntura para reclamarse (justamente) como un político más coherente y fuerte que Artur Mas o Carles Puigdemont, visto que sus sucesores han tenido una retórica mucho más ardida que la suya, pero que solo ha provocado un retroceso en la autonomía catalana dentro de España. Pero el problema de Pujol, como el del soberanismo, es la memoria colectiva del 1-O y el hecho de que la mayoría de sus votantes demostraran que quieren ejercer la libertad incluso en un contexto violento.
La operación de volver al pujolismo quizás servirá para salvar la memoria del expresidente, como así quieren La Vanguardia y el PSC, pero por mucho que Junts se acabe deshaciendo de gente como Puigdemont o Laura Borràs, no podrá lobotomizar los cerebros de sus votantes con la fuerza que tenía Pujol en los años 80, ya que el independentismo ha cuajado muy fuerte entre los soberanistas y hoy no hay ningún líder político que pueda determinar la opinión publicada y los medios como lo hacía el creador de Convergència. En este rescate apresurado del universo convergente, por mucho que a Pujol se le multipliquen los homenajes y que Enric Juliana se esfuerce en recuperar del olvido figuras como la tertuliana deportiva Marta Pascal, siempre faltará la aquiescencia del público; a su vez, los juntaires no contaban con el hecho de que Orriols, aparte de hacerles virar en términos de inmigración, les zurraría la badana nacionalista.
Aparte de todo esto, Pujol no previó que su herencia la encabezarían mucho mejor políticos como Oriol Junqueras y el actual president de la Generalitat que los cachorros que lo sucedieron (eso sirve para Artur Mas, Puigdemont, pero también para todo el universo ponsatiniano de Alhora). Pujol, en definitiva, quizás recobrará la batalla de la posteridad —que siempre lo ha obsesionado de forma enfermiza— pero nuestro trabajo será recordarle que el futuro, por mucho que la independencia ahora sea más difícil que en 2017, le augura muchos disgustos. Ojalá esté vivo para comprobarlo personalmente; será nuestra venganza.