Se acercan días de sol y sal, de lectura y amigos, de no mirar mucho el reloj, de reencuentros. Doce semanas que cuando éramos menores parecían treinta y que ahora se nos hacen cortísimas. La relatividad del tiempo también crece con la edad. Más vale asumirlo desde ahora mismo: no tendremos horas para hacer todo lo que queremos. A pesar de eso, en los próximos días, la vida avanzará a otro ritmo, nos permitiremos reír a pleno pulmón, dejaremos aparcada la agenda, abrazaremos el mar y los ríos y brindaremos por los que ya no están, que aquella relatividad del tiempo de que hablábamos también afecta a la baja: nos hacemos viejos, los veranos pasan y alguna gente se marcha.
Una buena manera de darnos cuenta de que la vida avanza y que nosotros no somos una excepción, es fijarnos en los más pequeños, que ya no lo son tanto. Mientras pensamos en primera persona que estamos más o menos igual y que los años pasan un poco de largo de nuestra casa, las sillitas de los pequeños se encogen, la ropa ya no les va bien y sus planes de agosto ya no nos incluyen. En un abrir y cerrar de ojos pasamos de los pantalones cortos y las rodillas peladas, a coger la moto y dar el primer beso; de ganar el primer sueldo y encontrar trabajo o pareja o las dos cosas, que ver esta misma evolución en hijos, nietos y sobrinos. Un círculo que puede marear si no tienes los pies bien puestos en la tierra y la conciencia de finitud asumida.
Las vacaciones están a la vuelta de la esquina. Nuestro cerebro tiene el disco duro partido: mientras una mitad acaba de terminar el curso y el trabajo, la otra ya mira precio de hoteles y vuelos. Además, acostumbramos a considerar que los turistas son los demás, como si nosotros al viajar no dejásemos nuestra particular huella. También, a menudo, se nos olvida que no todo el mundo puede disfrutar de unos merecidos días de descanso y marcharse fuera o apuntar a los hijos a las colonias. Las economías familiares cada vez son más ajustadas y la diferencia social también se va ensanchando por esta rendija silenciosa. Convendría tenerlo presente y ser conscientes del privilegio que supone poder descansar cabeza y cuerpo, y vivir en un país en paz al cual puedes volver.
Vendrán las fiestas del pueblo, cenaremos al fresco. El calendario va girando y la rueda da vueltas cíclicamente para acabar yendo al mismo verano de nuestras vidas
Nuevas olas lamerán la misma playa, cada vez más estrecha por un cambio climático que los humanos no nos atrevemos a abordar de manera seria y efectiva. Dormiremos sin despertador y comeremos a deshora porque la rutina pertenece al invierno. Iremos en bicicleta y desharemos maletas. Y si antes revelábamos fotografías y teníamos que esperar una semana a ver cómo habían quedado, ahora el ordenador ya no da abasto para meter tantos archivos digitales, en los cuales confiamos poner orden algún día. Quizás, precisamente, en verano.
En los próximos meses vendrán las fiestas del pueblo, haremos cenas al fresco, bailaremos hasta la madrugada y al abrir el grifo no tendríamos que olvidar que, a pesar de la nueva lluvia, la sequía no se ha ido del todo, como tampoco se ha acabado de ir —por mucho que llueva— el recuerdo de los que tenemos lejos o la inocencia de niñez, aquella que por estas fechas nos vuelve con más intensidad y nos rejuvenece la mirada y asusta las arrugas a partes iguales. El calendario va girando y pasando hoja, cambian meses y años, incluso siglos y milenios y la rueda da vueltas cíclicamente para acabar yendo al mismo verano de nuestras vidas.