Una de las cosas más bonitas del vespre, sin duda, es que se trata de un momento del día que no tiene traducción al castellano. Este detalle lo convierte, automáticamente, en un elemento de resistencia que desde hace siglos lucha por no desaparecer y ser zampado por la tarde, que es un castellanismo injertado en nuestro país a partir del siglo XVII, cuando dejamos de llamar aprés dinar al tiempo que va entre la mañana y el momento de hacerse oscuro. El vespre, pues, es un animal herido en peligro de extinción, aunque nosotros interpretamos sus gritos de dolor como uno heptasílabo de arte menor. En el fondo es normal, ya que hay alguna brizna de poesía en todo aquello que pasa entre la puesta de sol y el momento de ir a dormir, quizás por eso vesprejar es un verbo que tiene el tacto de una camisa de seda y la delicadeza del vino rosado en verano, pero en cambio el sabor de café con leche y el aroma de chimenea en invierno. Es la gracia de tener un nombre para denominar aquella parte del día que durante una época del año se inicia a las seis, pero que cuando hace calor, en cambio, no llega hasta las ocho y media.
El problema es que, hoy, el vespre acaba mucho antes de como acababa hace dos o tres siglos. A diferencia de los ingleses y su evening, los alemanes y su abend o los italianos y su sera, nosotros ya no lo utilizamos para designar el tiempo del día en que estamos despiertos cuando es oscuro, sino que lo hemos reducido al espacio que hay entre la tarde y la hora de ir a cenar. Debe ser por este motivo, supongo, que el vespre, la vesprada, el capvespre o l’horabaixa no es ya para nosotros una parte del día, sino más bien un género literario en sí mismo que cautiva a filólogos como un servidor. Por eso no es de extrañar que esta semana, claro, se haya sabido que los sabios del TermCat han decidido que en catalán hay que decir vespreig a lo que en castellano se llama tardeo, descartando opciones como 'vesprada', 'horabauxa' o 'tardeig' y olvidando, claro, que entre el vespreig y la acción de vesprejar haya tantas diferencias como entre estirar las piernas por el lago de Puigcerdà un vespre de agosto y bailar reguetón en una discoteca de Salou.
El tardeo nació hace unos cuantos años en España como la moda de salir de fiesta a media tarde, todavía de día y con la finalidad de acabar la farra antes de medianoche. No se tiene que confundir con el after work, sin embargo, que en Catalunya es la acción de ir a 'fer el toc' después de trabajar y dar gracias si te sirven cuatro cacahuetes con el quinto. El tardeo lo practican menores de edad a quien los padres hacen volver pronto a casa y también los padres que quieren beberse tres gin-tonics en la discoteca sin que al día siguiente sus hijos los vean con una resaca de campeonato, ya que en realidad sospecho que no es más que una fórmula inventada por divorciados de cuarenta años que quieren maquillar una evidencia: llega un momento en la vida que uno, sobre las doce y media de la noche de un sábado, de lo que tiene ganas es de irse a la cama y dormirse con una ronda del 3/24 de fondo.
Querer llamar a eso vespreig es tan raro, creo, como lo habría sido traducir el mañaneo por matines, ya que una cosa es seguir a una charanga al sonido de una trompeta y otra de muy diferente, en cambio, es escuchar hard-techno en el parking de un descampado antes de entrar en una discoteca a las ocho de la mañana. De la misma manera que en catalán nunca hemos traducido la acción de continuar la fiesta una vez ha salido el sol y seguimos diciendo after, no encuentro tampoco necesario intentar catalanizar artificialmente una cosa como el tardeo, y menos con una palabra que suena a noucentismo. Igual que pizzendres o tietejar son neologismos genuinos, autóctonos y frescos, vespreig entra en el club de aquellos términos que en catalán aspiran a decir de forma propia una cosa no inventada por nosotros, por eso caen en la ramplonería que los aleja de aquellos que los tienen que aceptar de verdad: los jóvenes. Es decir, los hijos o los sobrinos que nunca adoptarán vespreig, sobre todo si oyen decir esta palabra por boca de los boomers de cincuenta años que van con camisa de flores y una chapa de 'Yo fui a EGB' a un tardeo de antiguos alumnos de la promoción 86-87 un sábado en la Sala Bikini.
No tengo nada contra los noucentistes, pero son gente de otro tiempo. Cuando Josep Carner revolucionó la poesía catalana a principios del siglo veinte, lo hizo modernizando la lengua desde el atrevimiento, la creatividad y el ingenio, pero también desde la posición de ser un poeta joven que, además, escribía unos artículos traviesos en la prensa del momento. Un libro de poemas como L’oreig entre les canyes, para entendernos, fue en aquel momento un fenómeno que, para el catalán, significó lo mismo que el último disco de Figa Flawas. En los dos casos, la lengua demuestra estar viva al compás de un mundo que también se mueve, con la diferencia que entonces la modernidad era en francés o en inglés, mientras que ahora, claro, también lo es en castellano, que es justamente la gran amenaza para la existencia del catalán.
Jugar con la lengua sigue siendo hoy cosa de poetas, no de catedráticos, pero los poetas del siglo XXI también cantan trap o hacen rimas en una batalla de gallos. Mientras quien escoja los neologismos sean señores muy sabios cerrados en un despacho, pues, la gente que ocupa las terrazas de los bares, los bancos de las plazas y las salas de las discotecas seguirá diciendo las cosas tal como las ha oído siempre, no tal como dicen que se tienen que decir, ya que la lengua está viva cuando va de abajo hacia arriba, y no a la inversa. Por eso, nos guste o no, el vespreig entre las cañas nunca será una noche de farra bebiendo cerveza, creo, sino un paseo antes de cenar cerca de los cañizos del cauce de un río. Mirándolo bien, quizás una cosa mucho más interesante que un tardeo.