A raíz del caso Íñigo Errejón, y sin entrar en sus repercusiones políticas, una pregunta que se ha ido repitiendo es la de por qué las víctimas no lo habían dicho antes. Este tipo de pregunta normalmente la hacen personas que nunca han sido víctimas de ningún tipo de acoso porque si no, no la harían. Además, a veces, esta pregunta trae implícita una sospecha hacia la víctima, como si todo fuera una especie de complot en el que se puede calendarizar el momento de la denuncia (pública o judicial) del acoso o la agresión. La respuesta es sencilla de escribir, pero muy difícil de hacer: la víctima denuncia cuando puede, no cuando quiere. Y hay veces que, incluso, no puede nunca. En otros escritos quizás voy menos informado, pero en esta ocasión sé de qué hablo. Y el patrón de conducta suele ser este:

Cuando hay un acoso o agresión, sea sexual, sea laboral, o la combinación de unos cuantos ámbitos, la primera que queda atacada es la salud emocional y psicológica de la víctima. Entre otras cosas porque hay una fase previa a todo eso: muchas veces, la víctima ni siquiera es consciente de que está siendo agredida, y todavía menos si es un maltrato psicológico. Es decir, si una persona te da un puñetazo, la agresión es explícita, el moratón visible, y por lo tanto es fácil de detectarlo todo: quién es el agresor, quién es la víctima, el daño ocasionado y la solución inmediata. Pero cuando la agresión es psicológica, este ataque es suave, a veces casi imperceptible, los radares no lo detectan, perdura en el tiempo y la víctima no se da cuenta hasta al cabo de unas semanas, unos meses o incluso años, a veces incluso cuando la relación con el agresor es ya una cosa del pasado.

La agresión psicológica, pues, acostumbra a ser muy sibilina y eso alarga todos los tempos: si no hay percepción de agresión, la víctima no se siente como tal y el maltratador puede seguir actuando durante una buena temporada. Cuando la víctima ya es consciente, entonces ata cabos y recuerda que aquella acción concreta ya era constitutiva de maltrato. Pero mientras la víctima no se reconoce, no se puede detener ni la agresión ni al agresor. Además, cuando el maltratador ve que a la víctima se le encienden luces de alarma, este llevará a cabo una serie de comportamientos que le hagan reconducir la situación para alargar el maltrato. Pongamos el caso de que el maltratador ridiculiza a la víctima, le rebaja la autoestima expresamente, la deja de hablar sin motivo aparente, o —directamente— la insulta. O bien, en el otro extremo, el maltratador persigue a la víctima, la inunda a mensajes que siempre esperan respuesta, se interesa por su intimidad o incluso le hace insinuaciones sexuales fuera de lugar. Sea con el método que sea, la víctima está siendo agredida: no un día, no en las copas tras una cena de empresa, no en una reunión: la agresión es el conjunto, el todo. De hecho, cuando el agresor es descubierto, una de sus técnicas de defensa es individualizar y rebajar cada una de estas acciones porque, efectivamente, por separado parecen mucho menos graves.

Sea como sea, la víctima empieza a percibir que allí pasa alguna cosa extraña con aquella persona. Cuando el maltratador se da cuenta de que el comportamiento de la víctima empieza a ser reactivo, entonces el maltratador muestra su faceta más seductora, loa a la víctima, e incluso expresa imprescindible es para su vida o carrera profesional. Para la víctima aquello es pomada para la herida, se siente temporalmente bien, baja la guardia y la relación con el agresor se mantiene. Además, estas muestras de admiración repentinas del agresor hacia la víctima suelen ser en público. De esta manera, el maltratador proyecta una imagen benévola, simpática y carismática hacia el colectivo para garantizarse más tarde aquello del "pero si te aprecia mucho...". Suele ser habitual, pues, que los episodios de maltrato, anulación, amenaza, insulto y demás ataques sean el ámbito privado, sin testimonios. Algunos cometen la imprudencia de dejarlo por escrito en wasaps, pero lo más habitual es que la agresión se cometa en la frialdad de un despacho, de un taxi o de una cabina de radio, que está insonorizada.

La agresión psicológica puede ser muy sibilina, tanto, que la víctima puede tardar mucho tiempo en darse cuenta de ella. La terapia psicológica comporta desconectar del agresor, eso retrasa o incluso desvanece la denuncia

Con eso, el maltratador consigue uno de los mantras más utilizados cuando la cosa estalla: es la palabra del uno, contra la de la otra. Por el contrario, el maltratador conseguirá reunir decenas de testigos que, efectivamente, confirmarán el trato exquisito que, en público, dispensaba hacia la víctima. A la inversa, en cambio, la víctima tiene muchos problemas para acreditar la agresión porque no había nadie en frente, y también porque los ataques acostumbran a ser sibilinos y al límite de lo que se puede considerar agresión. Con eso se consigue desplegar otro frente, el más importante de todos, el de negar la misma agresión: "no hay para tanto, eres un exagerado", "eso no fue así" o el desafiante "demuéstralo".

Aquí hay un momento clave y es, por cierto, cuando la víctima lo pasa peor: el de la incomprensión. Tienen la impresión que nadie las creerá, se ponen a buscar pruebas de manera intensa y, como no acostumbra a haberlas, van en busca de testigos que, por ignorancia, por miedo o por no estar seguros de haber visto lo que han visto, también escasean. Eso, por sí solo, supone también un freno a la denuncia y es una de las respuestas clave a "por qué no lo habían dicho antes". Más allá de su dimensión pública y mediática, el #MeToo es, ante todo, la primera vía por la cual las víctimas, ahora sí, empiezan a encontrar las famosas pruebas o testimonios que demuestren su agresión. O como mínimo, el reconfortante sentimiento de comprensión de alguien que ha sufrido lo mismo, ya sea de la misma persona u otros con perfiles similares. Y, cuando lo ponen en común, lo entienden todo perfectamente: los síntomas, los métodos del agresor, la indefensión, la soledad y la empatía total a para cuando le preguntan "por qué no lo denunciaste".

Por todo ello, hasta que la víctima no se pone en manos de un psicólogo pueden pasar, como decíamos, semanas, meses o años. Y es que primero tiene que haber tomado conciencia del acoso o agresión ("no sabía qué me pasaba"). Después, tiene que concebir y aceptar que aquella persona (que es su jefe, su compañero de trabajo, su marido o incluso su padre) es un agresor. Eso cuesta mucho digerir porque normalmente hay un vínculo afectivo que lo enturbia y complica todo. De hecho, hay víctimas que solo han sido capaces de verbalizarlo en la consulta, nunca antes ni en ningún otro sitio. Una vez llegados aquí, la víctima quizás se vea en condiciones de pedir ayuda y a partir de aquí, empezar un proceso de retorno a su estabilidad emocional y mental. Cuando la víctima se encuentra en este punto, es muy probable que, por consejo psicológico o lógica pura, decida poner punto final de manera abrupta a la relación que mantenía con el agresor: se marcha del trabajo, coge una larga baja, se divorcia o dimite del cargo que tuviera.

Cuando la víctima se plantea denunciar públicamente tiene que tener una fortaleza emocional a prueba de bombas porque le vendrá un tsunami. Si eres víctima y te preguntan por qué no lo habías dicho antes contesta: simplemente, porque no he podido"

El primer estadio de la recuperación psicológica es salir del entorno donde se ha producido la agresión y eso incluye una separación física, pero también cortar puentes de comunicación. Eso se hace para evitar cualquier contacto con el agresor que, ahora sí, viéndose amenazado por una denuncia o por el escarnio, intentará de todas las maneras contactar con la víctima para procurar que recapacite y que, como mínimo, no lo haga público. Normalmente, los maltratadores acostumbran a ser narcisistas que en ningún caso quieren ver manchada su imagen ante el colectivo que le alimenta la vanidad, ya sea el departamento de una empresa, la audiencia de un medio de comunicación o sus votantes. Por eso, cuando es al agresor a quien le suena la alarma, se le activarán todos los mecanismos para frenar la denuncia, no tan judiciales como sociales. El primero de estos mecanismos es el de un intento desesperado por recontactar con la víctima. El agresor cree que tiene una ascendencia moral sobre la víctima y se ve capaz, él solito, de hacerla cambiar de opinión. Mostrará interés en cómo se encuentra, pero será por interés propio y no por preocupación honesta sobre el estado de salud de la víctima que, por cierto, en ese preciso momento del proceso está hecha polvo con llantos, insomnio, alteraciones alimentarias y otros síntomas similares. En algunos casos, puede haber una especie de intento de disculpa, pero acostumbra a ser más táctica que sincera.

Como no conseguirá recontactar con la víctima, entonces entran en juego las personas interpuestas, que acostumbran a ser compañeros de trabajo, amigos en común o directamente cómplices del agresor, que hacen de poli bueno. De estos hablaremos otro día, porque son agentes necesarios para alargar la agresión. Lo hacen por supervivencia en el medio o porque creen que una adoración al líder agresor los hará tener un mejor estatus en el colectivo. Eso conllevará un menosprecio casi colectivo hacia la víctima que verá incrementada su incomprensión y, por lo tanto, dolor y malestar. En este contexto, pues, es muy difícil que la víctima denuncie. Si los psicólogos te piden que cortes cualquier vínculo con el agresor, señalar públicamente —vía judicial o vía mediática— no ayuda al proceso de terapia iniciado y sobre todo porque para soportar el tsunami que vendrá se tiene que tener una fortaleza emocional a prueba de bombas y más si el agresor es una personalidad pública. Por cierto, el agresor disfruta de una carcasa de hormigón alimentada por años de prestigio y credibilidad social, adhesiones de los cómplices y sensación de impunidad. Entre la debilidad psicológica de la víctima y la fortaleza del agresor, la víctima cree que en caso de combate público saldrá perdiendo y, por lo tanto, decide, otra vez, no elevar ninguna denuncia.

Con el paso del tiempo, la terapia psicológica va haciendo su curso (¡en Catalunya tenemos grandes profesionales!) y, a pesar de los episodios reactivos de odio hacia el agresor, a pesar de las ganas de justicia poética, cuando no de revancha, a pesar de todo, la única constatación de que la víctima está curada es cuando, paradójicamente, se deja de pensar en el agresor. Cuando al cabo de mucho tiempo, se es capaz de vivir sin fijarse en qué hace o qué deja de hacer, sin que te afecten sus éxitos, cuando desaparecen las ganas de hacerle daño y el agresor pasa a tener la misma importancia para tu vida que un jarrón, entonces es cuando la restitución se ha completado y la psicóloga, con los ojos húmedos, te dice que lo has superado. Y he aquí la gran contradicción... ¿ahora, justo ahora que todo está tranquilo, ahora vale la pena denunciar? Lo dejas correr porque, en el fondo, las ganas de ser feliz pasan por delante de las ansias de reparación. Nuevamente, se tiene que volver a ser muy fuerte emocionalmente para recuperar y denunciar un caso que tu cerebro ya había guardado a elementos eliminados. Ya no se le puede exigir más valentía a una persona que lleva años enfrentándose a demonios. Bastante han hecho recuperándose. Y, al fin y al cabo, esta es la madre de todas las paradojas, porque esta decisión es, precisamente, la que permite al agresor seguir agrediendo durante años y alargar su sensación de impunidad.

Por todo ello pues, es muy difícil denunciar un acoso o agresión de este tipo. Si algún agresor está leyendo esto, lo más probable es que piense que eso no va con él y que él no es así ni ha hecho eso. De hecho, posiblemente no haya llegado tan abajo en la lectura porque el texto le ha perturbado su comodidad. Si eso lo está leyendo un testigo, es posible que algunos de estos comportamientos ahora te cuadren: en este caso se tiene que escoger si se quiere convertir en cómplice del agresor o en ayuda para la víctima. La inacción, por cierto (por más legítima y comprensiblemente humana que sea) es complicidad indirecta. Y si estás leyendo esto y todo te ha resonado, es porque seguramente eres o has sido víctima de un acoso o de una agresión. Si es así, solo me queda decirte que te envío un abrazo lleno de ánimos y fuerza, toda la comprensión, empatía y apoyo del mundo y un pequeño consejo: cuando te pregunten por qué no lo habías dicho antes, contesta aún gracias que lo has hecho y que antes, simplemente, no habías podido.