Esta semana, el Tribunal de Derechos Humanos hacía pública una interesante sentencia. En ella se ha condenado a España a pagar una indemnización, además de las costas procesales, por haber desoído a una paciente que no quiso recibir un tratamiento médico. Los hechos que se denunciaron son realmente preocupantes y, en mi opinión, lo que es inaudito es que las personas responsables de haber cometido semejante atropello, hayan resultado impunes. 

Rosa, ciudadana de Soria, había declarado por escrito, en varias ocasiones, que se negaba a recibir transfusiones de sangre, si en algún momento fuera necesario. Llevaba siempre con ella un documento en el que lo hacía constar por escrito, pero además, en agosto de 2017, acudió ante el registro que la Junta de Castilla y León ofrece para dejar también allí su voluntad como paciente. El motivo de Rosa se encuentra en sus creencias religiosas, pero no hace falta que uno profese una religión para tomar la decisión que considere sobre su salud y su cuerpo. 

La paciente tuvo una hemorragia interna y necesitaba ser intervenida de urgencia. En el hospital de Soria le recomendaron la transfusión, porque había perdido mucha sangre, pero ella mantuvo su voluntad y de nuevo, lo dejó por escrito. Fue cuando se le ofreció la posibilidad de ser trasladada a un hospital de Madrid, donde podrían intentar ayudarle con otros tratamientos. Mientras estaba siendo trasladada desde Soria a Madrid, acompañada por el médico que portaba el escrito en el que se hacía referencia a su negativa a la transfusión, el sanitario avisó al centro de Madrid que debería atenderla. Desde La Paz decidieron llamar al juzgado de guardia para solicitar autorización judicial y poder así tomar las decisiones sobre la paciente. Y fue cuando le dijeron a la juez de guardia que Rosa no quería “ningún tipo de tratamiento”, y que no había dicho nada por escrito. Fue así como se dictó una orden judicial, basada en hechos falsos. 

De un lado y del otro al final, se empuja (queriendo o sin querer) hacia una suerte de dictadura en la que unos se arrogan más poder del que debieran, y otros, ceden su soberanía pensando que así todo es más fácil

Cuando Rosa llegó a La Paz, estaba consciente y tenía plenas facultades para poder seguir expresando su voluntad, pero nadie le comentó que existía ya una orden judicial sobre su caso. Se procedió a sedarle para intervenirle. Y durante la intervención, se le realizó una transfusión de sangre. Rosa tuvo que pelear después en los tribunales, denunciando lo que le habían hecho. En España no le dieron la razón. Ha tenido que llegar a Estrasburgo para que recuerden a los sanitarios que le atendieron, a los jueces que no la protegieron, que “dejar que el paciente decida si acepta o no un tratamiento es un principio elemental y fundamental que está protegido por la regla del libre consentimiento”.  Y añade que “un paciente adulto con discernimiento es libre para decidir si acepta o no una intervención quirúrgica o un tratamiento médico, incluida una transfusión sanguínea”. 

Rosa era consciente de que negarse a una transfusión de sangre podría costarle la vida y, aun así, asumió la posibilidad y mantuvo su criterio. Cabe ahora preguntarse si en este país se respeta el derecho a decidir del paciente o si, por el contrario, se plantean ciertos tratamientos, ciertos medicamentos, como la única alternativa, ocultando otras posibles, o presentando toda la información actualizada y sensible al respecto para que el paciente pueda pensarlo y tomar una decisión razonada. 

Hablando con una amiga, que es médico, me explicaba que para poder informar a los pacientes, primero has de estar informado tú. Y que sus colegas, normalmente, se dedicaban a seguir a pies juntillas las “recomendaciones” que les venían dadas. Generalmente guiadas por datos facilitados por los visitadores médicos. Y la falta de algunos productos, que también influye en lo que se receta. Me comentaba que no todos tienen tiempo ni ganas de revisarse los estudios que salen en las revistas científicas. Que no se actualizan. Y, sobre todo, que no son críticos ni buscan alternativas. Lo que es peor: cuando a alguien se le ocurre abordar un problema de salud de alguno de sus pacientes con intervenciones mínimas, recomendando hábitos, dieta, y preferiblemente remedios naturales, la presión de los compañeros e incluso, el descrédito del paciente lo complica todo aún más. “Por desgracia, demasiada gente, viene a consulta a que le des recetas. Y no están dispuestos a que les expliques de dónde viene ese mal que les afecta. Porque tampoco tienen ganas de alimentarse mejor, descansar, hacer ejercicio y procurar tener una mente sana en la medida de lo posible”, me decía. “Quieren que les arregles todo tomando una pastilla, y eso tiene después demasiadas consecuencias”. 

Es la pescadilla que se muerde la cola. Porque de un lado y del otro al final, se empuja (queriendo o sin querer) hacia una suerte de dictadura en la que unos se arrogan más poder del que debieran, y otros, ceden su soberanía pensando que así todo es más fácil. Y se cae en una espiral difícilmente gestionable. 

Hablando con otro amigo, médico de urgencias, me comentaba que cuando las personas se sienten vulnerables —y la enfermedad lo es—, es todavía mucho más sencillo dejarse llevar y no hacerse preguntas. Mucho menos pretender resistirse cuando apenas se tienen fuerzas. Siempre se ha sabido que la inteligencia radica, precisamente, en dudar; en buscar respuestas, incluso a aquellas preguntas que todavía no nos hemos hecho, en encontrar ese punto casi imposible de prudencia, de justicia en la moderación, de generosidad con responsabilidad. Algo prácticamente imposible de encontrar hoy. 

El caso de Rosa, sin necesidad de analizarlo desde la perspectiva de la conciencia y la religión, mirándolo desde el punto de vista del paciente, es mucho más frecuente de lo que parece. La violencia obstétrica está a la orden del día, y casi nadie se atreve a denunciar, por ejemplo. La pérdida de respeto en nuestra sociedad trae consigo actitudes totalitarias, despectivas y humillantes en todos los ámbitos. Comenzando, sobre todo, en uno mismo. Ojalá el caso de Rosa sirviera para aprender de una mujer que ha luchado hasta el final, y aunque le pasaran por encima, ha obtenido una respuesta. A ella no le podrán reparar lo que le hicieron, pero desde luego que esta sentencia sí podrá evitar que suceda de nuevo.