De todos los choques políticos entre Catalunya y España, o entre Catalunya y Castilla, si así se le quiere decir, este en el que nos encontramos es en el que Catalunya ha salido mejor parada. La ventaja de vivir en nuestro siglo es que por primera vez cualquier derrota no es definitiva, porque no es militar, no es una conquista, no es tierra quemada ni es quemar las naves. Lo más interesante del proceso que vivimos (porque sí, todavía lo vivimos) es que por primera vez perder o no ganar son conceptos muy relativos: eran muy claros en 1714, cuando se encarcela a Villarroel en A Coruña, en condiciones paupérrimas, o se hacían los Decretos de Nueva Planta, o en 1939 cuando se prohibían las instituciones y la lengua o se fusilaba a Companys. No está tan claro ahora: no conozco ninguna “victoria aplastante” donde el ganador acabe debiendo sentarse a negociar no solo la liberación del supuesto perdedor, sino también el desarme de sus leyes penales y de sus abusos judiciales, así como una mesa con supervisión internacional para intentar resolver el conflicto de origen. No sé, pero a mí esto no me suena a victoria. Ni a derrota. Me suena a oportunidad para Catalunya para hacer valer su causa de la única manera que ahora puede: haciéndola una causa de interés supraestatal y, con errores y aciertos, tratando de laminar el poder del adversario al máximo posible.
Esta es la parte buena del momento que vivimos: por primera vez veremos cómo el conflicto, subido a su máxima potencia, no acaba con el abuso previsible (esta vez no militar, sino judicial y administrativo) sino que continúa con un derecho a la reparación que, una vez constatado y garantizado, debemos comprobar dónde termina. Por primera vez el conflicto no termina en guerra, en su estilo clásico, sino en una competición de posiciones para obtener el mayor visto bueno europeo e internacional y en una especie de nuevo Pacto de San Sebastián que, sin golpes de Estado de por medio, pueda demostrar hasta dónde puede llegar España a instaurar un modelo plurinacional (o, al menos, no represivo). Jugar esta carta me parece inteligente, pero me parecería poco inteligente no guardarse la carta del fracaso de las negociaciones y de la permanente movilización popular. Es cierto que la movilización merma cuando no ven perspectivas de respuesta política a su actividad, y de ahí la desinflamación actual, pero también es cierto que en los próximos meses sin duda la política nos volverá a dar poderosos motivos para organizarnos. Vayan mejor o peor estas negociaciones, la política tarde o temprano termina mostrando sus limitaciones y el magma ciudadano acaba encontrando su vía de erupción. Es la hora de los negociadores, ciertamente: lo constato y lo mantengo, y lo considero una buena noticia. Pero también es cierto que, bajo estas negociaciones, sería una mala señal que no hubiera nada o hubiera poco moviéndose y haciéndose notar. Aunque sea modulando el discurso según el curso de los eventos: la política institucional puede ser ahora protagonista, pero debe saber que no está sola. Y que la “confrontación inteligente” no es solo suya: fuera de la política, aunque haya outsiders decididos a demostrar lo contrario, también hay vida inteligente.
Por primera vez, interesa a nivel europeo que Catalunya no pierda. Ya no digo que gane, pero que no pierda. Como hace ochenta años, o como hace tres siglos, si pierde Catalunya pierde el modelo europeo
Lo que sí deben saber Junts y ERC es que no nos interesan sus divergencias. Las respetamos, podemos opinar sobre ellas, incluso podemos tomar partido y defender a uno más que otro, pero en el fondo nos aburren y crean o bien alergia o náuseas. No es que no tengan razón para pelearse, por supuesto que los partidos luchan por la hegemonía y que hay partidos que pueden tener más razón que otros. Claro que sí. Pero más allá de eso, deben saber que ninguna de estas discusiones parecen ayudar a resolver nada, ni a abordar el tema principal, ni a tener el nivel suficiente para responder a las expectativas creadas en 2017. Son discusiones que siempre parecerán menores, por importantes o razonables que sean, y que siempre les pasarán factura, por mucho que algunas de ellas, a buen seguro, tengan algo que ver con acertar la dirección óptima para los intereses del país. Hagan lo que hagan, siempre que se peleen la gente hará otra cosa o mirará hacia otro lado. Simplemente, no nos interesa. No aplaudiremos cuando gane alguno de los dos. Ni silbaremos tampoco. Tomemos el partido que tomemos, si es que lo tomamos, en el fondo esta guerra nos aburre soberanamente y nos da soberanamente igual.
Como decía, por primera vez en años el independentismo vuelve a sacudir España y a ser un tema de interés europeo. Parece que el terremoto de 2017, antes de desembocar en un nuevo terremoto, quiere avisar sobre el fondo del problema y sobre cómo afecta a algo más que los catalanes. Sobre todo cuando los derechos fundamentales han sido vulnerados en masa y cuando, en la necesaria revisión de la democracia española, cada vez parece más imposible encontrar un “encaje” satisfactorio y duradero. Como decía, la última vez los esfuerzos del republicanismo español derivaron en una guerra que perdió Catalunya estrepitosamente. Ahora, si ese republicanismo fracasa, derivará en otra cosa. No creo que sea un golpe de Estado militar, ni siquiera creo que sea un gobierno PP-VOX. Creo sinceramente que Catalunya tiene más cartas ganadoras que nunca: por primera vez, interesa a nivel europeo que Catalunya no pierda. Ya no digo que gane, pero que no pierda. Como hace ochenta años, o como hace tres siglos, si pierde Catalunya pierde el modelo europeo. Por eso Sánchez intentará catalanizar España, aunque sea de cara a la galería. Y por eso volverá a constatarse que esta operación es, filosóficamente, imposible. Conviene que este momento no nos coja ni dormidos, ni desmotivados, ni distraídos en batallas de gallos. Será el momento de demostrar que el único encaje posible es el encaje directo en Europa.