Nada aburre más a los electores que los enredos internos de los partidos. No los entienden y no los comparten. Al contrario, los alejan del partido en cuestión, que acaba pagando las consecuencias electoralmente. Lo pude constatar hace muchos años, cuando yo era asistente parlamentario de Josep Benet y el PSUC, que en 1980 había obtenido 25 diputados con él como cabeza de lista, se fue a la deriva. En las elecciones siguientes, y después de las disputas internas entre eurocomunistas, leninistas y prosoviéticos, el PSUC cayó hasta los seis diputados y a Antoni Gutiérrez Díaz, “el Guti”, el hombre de la unidad antifranquista, se le puso una cara de mala leche permanente. Al espacio comunista le costó años remontar la situación. De los 509.014 votos de 1980 se pasó a los 160.638 votos de 1984. No fue hasta 2015, cuando habían transcurrido treinta y un años, que recuperaron su fuerza. Entonces el antiguo espacio comunista y verde se transformó en la fórmula de los comunes, que no es la misma cosa, y recuperó, e incluso superó, el medio millón de votos que había conseguido en las generales de 1977, en las municipales de 1979 y en las del Parlamento de 1980. Si tomáramos el ejemplo del PDeCAT, que tanto daño ha causado a Junts, nos daríamos cuenta de que el final de este partido ha sido el mismo que el de los comunistas.
La división siempre castiga. Muchos políticos de hoy en día, avezados a la bronca para salir en la foto o bien para preservar cuotas de poder internas en sus partidos, no se dan cuenta del mal que provocan al proyecto que supuestamente defienden. El caso más paradigmático es Podemos, que ha muerto porque al fin ha quedado demostrado que estaba muy mal dirigido. Si alguien como Pablo Iglesias, que llegó a ser vicepresidente del gobierno español, acaba de tertuliano y desde los medios de comunicación despotrica contra la coalición en la que todavía está integrado su partido, es que algo ha hecho mal. También fue surrealista que Artur Mas quisiera hacer campaña a la vez por el PDeCAT y por Junts en las últimas elecciones, teniendo en cuenta que los resultados de los antiguos convergentes perjudicaban a los de los independentistas de Puigdemont. Puestos a hacer piruetas, Mas también habría podido hacer campaña a favor de Esquerra o de la CUP. Más allá de las alevosías, de las incompetencias y de las ambiciones desmesuradas que, de tan hinchadas, no dejan espacio para nadie más, los partidos forman parte del sistema democrático. El carisma de un líder no sirve de nada sin un partido detrás que se presente fuerte desde el pluralismo de corrientes y de sensibilidades. Piensen en Albert Rivera o en Inés Arrimadas. A medida que su partido fue deshinchándose, su personalidad carismática no fue suficiente para aguantar las embestidas electorales. Un líder carismático sin victorias claras que aproximen el partido a la gestión del poder y del presupuesto, no es gran cosa.
Hay un sector independentista, de momento pequeño y sin representación parlamentaria, que difunde un discurso xenófobo que amenaza con desvirtuar el componente plenamente democrático del catalanismo, sea o no independentista. Si este sector crece, el independentismo habrá tocado fondo
La semana pasada les advertí de los cambios que se avecinan en todo el mundo. La extrema derecha o el populismo está “de moda” y va tomando posiciones en todas partes, arrastrando a la derecha conservadora hacia la intolerancia y las actitudes iliberales. España es un ejemplo, porque, salvo el País Vasco y Galicia, donde, al menos de momento, ni Vox ni ninguna organización de extrema derecha abertzale o galleguista tienen la más mínima incidencia, el extremismo populista se manifiesta con cara de “golpe de Estado”, como la que pone Vicente Guilarte, el presidente interino del Consejo General del Poder Judicial español, cuando llama a los jueces a rebelarse contra el poder legislativo. Cataluña, que tiene una mayoría independentista en el Parlamento, aunque no sirva para nada, y, en cambio, el primer partido, electoralmente hablando, no sea nunca independentista, sigue la tendencia general. Para empezar, porque Vox tiene 11 diputados en el Parlamento de Cataluña, y porque hay un sector independentista, de momento pequeño y sin representación parlamentaria, que difunde un discurso xenófobo que amenaza con desvirtuar el componente plenamente democrático del catalanismo, sea o no independentista. Si este sector crece, el independentismo habrá tocado fondo. Quedará atrapado en la telaraña que paraliza los ideales democráticos y de libertad que lo han alimentado hasta hoy para unirse a la Europa negra que rebrota, como si se estuviera reproduciendo el pasado. Es por eso que es tan importante que los partidos del independentismo democrático dejen de mirarse el ombligo y estén por la faena.
Durante los días que se negoció la investidura de Pedro Sánchez, Junts mantuvo una cohesión interna envidiable. Inédita, también es verdad. Este fin de semana ha comenzado la segunda fase de la negociación, que es la más relevante, no para Junts, sino para Catalunya, y esto reclama que el partido demuestre orden y calma. Sin un partido que reme como remeros de competición, sincronizados y con potencia, los esfuerzos se diluyen y se resiente la acción política. Puigdemont y los negociadores de Junts no pueden perder el tiempo apagando disputas internas que los “enemigos” utilizarán siempre para tapar la trascendencia de lo que está pasando. La credibilidad de Junts también exige que sea fiel a su nombre y que demuestre que todos saben convivir juntos por Junts, sin caer en el esperpento de las discusiones del Frente Popular de Judea de La vida de Brian de los Monty Python. Quien no entienda esto, quien no sepa estar a la altura de las circunstancias, es que no tiene la astucia, la ambición y el intelecto de los grandes políticos. Los ciudadanos reclaman soluciones a sus representantes electos. El aventurismo es una actitud buenísima cuando se trata de practicar deportes de aventura, pero en política es una irresponsabilidad.