Parece que hayan pasado dos mil años desde que una amiga me llamó para decirme que Samaranch había anunciado que Barcelona sería la sede de los Juegos Olímpicos de 1992. Era el 17 de octubre de 1986 y yo vivía en Londres. Con la noticia fresca, me fui hasta el Dome, el pub donde nos reuníamos los desarraigados hispánicos, se lo dije. Mi alegría chocó con un menosprecio en forma de silencio hacia la Barcelona olímpica típicamente española y ahí murió la noticia y el deseo de compartir.

Desde la fecha de la frase de Samaranch, à la ville de... Barcelona, a la apertura de los Juegos del 92, pasaron seis larguísimos años, en los que tuvimos que oír mil improperios por parte de nuestros socios constitucionales, quienes tenían el oculto deseo de que fueran un fracaso para, básicamente, poder cagarse en nosotros y demostrar que esa región de 'polacos' era un nido de gente poco fiable. No lo fueron, y desde entonces fueron 'los juegos que nos dimos entre todos'. Y mira que lo intentaron, enfatizando todas aquellas noticias que ponían en duda el éxito de los juegos, como las inundaciones en el Estadi Lluís Companys y el retraso en las cuestiones estructurales, y poniendo el grito en el cielo cuando se enteraban de que, 'putos polacos', el catalán sería utilizado en la ceremonia de apertura. Había españoles que creían que el catalán se lo había inventado Jordi Pujol para tocar los cojones. Pasados unos años, siguen creyendo que lo hablamos para tocar lo que no suena.

Que Madrid conseguirá, tarde o temprano, los juegos, lo sabe todo el mundo. Llevan veinte años dando la chapa, como lo hacen con todo lo que consideran que forma parte del 'Madrid es España, España es Madrid', ya sea Mbappé o cualquier mierda que salga de la Puerta del Sol. Si Barcelona se lo mereció, Madrid también, aunque me interesa esta barcelonitis y catalanitis que tienen los madrileños. Es como si París tuviera Marsellitis o Lyonitis. Y lo digo salvando las distancias: París tiene el Sena, Madrid, el Manzanares; París es la cuna de la Chanson, Madrid, de la Movida.

No he visto la ceremonia de apertura de los Juegos de París, pero en una ciudad que es el emblema de todo, cualquier ceremonia está de más. Los juegos deberían concederse a las ciudades que necesitan un impulso, como lo fue Barcelona en aquellos años grises en inversiones y amor propio. París no los necesitaba, y Madrid tampoco, salvo que sea para seguir manteniendo el cotarro de la realeza y sus cortesanos. Una ciudad en la que se ejecuta el 210% del dinero presupuestado por el Estado, no necesita inversiones extra, una inmoralidad, ha dicho el president Puigdemont, si se compara con el 46% ejecutado en Catalunya. De ser ciertas las cifras, tanto las autoridades centrales como las nuestras deberían explicar el porqué de esta inmoral dinámica inversora, oposición incluida, grupúsculos que callan por aquello de la solidaridad entre los españoles o, como dicen los Comunes, de los pueblos españoles. Si hablas del 46% frente al 210%, siempre se sacan la carta de Extremadura.

En la España de los ochenta, vomitaban catalanofobia, pero aún no se atrevían a quitarse las caretas

Escucho una tertulia radiofónica que podría ir encabezada por un título de novela generacional: tres milenials y un señor X. El X hace eso que hacemos los X y trata de demostrar que es igual de modernito que los otros tres hablando de los Juegos de París como ejemplo de dispendio absurdo y bla, bla, bla. Tienen razón, el espíritu olímpico hace tiempo que lo pudrió el dinero, pero el tono moralizador y censurador de estos tres milenials me recuerda a los autoritarios del pasado, que hacían pasar por el aro todo lo que no iba con su fe. Son de estos milenials que pululan por Vallvidrera y que proponen que sus niños vayan descalzos por el cole para que sientan el latido de la tierra, o que se enfadan si se enteran de que al yogur escolar de sus niños ha entrado una pizca de azúcar refinado. Para estos milenials, debe ser una tortura comprobar que sus ideas no refinadas también se han convertido en un negocio para el capitalismo y que las huellas de sus pies desnudos, esas que buscan poéticamente el latido terrestre, están controladas por los teléfonos móviles de última generación que llevan en el bolsillo.

El problema de Barcelona es que sigue viviendo de las rentas de "à la ville de". En la década de los ochenta, Iberia era más miserable y, por lo tanto, era más fácil sobresalir. Era una España distinta a la que diseñó Aznar y toda su tropa. La España del Km 0 y radial ha triunfado, y en este mundo de 2024, Barcelona nunca podría aspirar a unos Juegos. Por indepes e insolidarios, y por catalanes, y es que eso de la catalanofobia es un deporte nacional sin posibilidades, de momento, de convertirse en olímpico. En la España de los ochenta, vomitaban catalanofobia, pero aún no se atrevían a quitarse las caretas.

Que yo tengo madrileñofobia evidente y me lo tendré que tratar. Tras dieciséis años viviendo en Madrid, tengo derecho a sentir rechazo por una ciudad que ejemplariza la inteligencia emocional más superficial. Madrid sufre de un malquedismo exasperante para un provinciano como yo. "La gente de Madrid es muy malqueda", decía mi ex madrileña. Y aunque mentiría si dijera que Madrid es un coñazo, todo lo que había que decir de Juan Soto Ivars ya lo escribió Bernat Dedéu en el artículo "En casa con Soto Ivars". Lo mejor para que te acepten en Madrid es decir que Barcelona está en decadencia, y hoy, Juan Soto Ivars ya es —me apuesto lo que quieras— Don Juan.

Prefiero ser provinciano que un cosmopolita con el cerebro menos flexible que el agujero de un ano. Seamos provincianos o no, el problema de Barcelona es que sigue viviendo de las rentas de ese à la ville de y las perspectivas sociales, culturales y económicas no invitan al optimismo.