Antes de empezar, quiero confesar que este artículo no está escrito bajo los efectos del alcohol. También confieso que hay veces, cuando visito un museo, en qué de repente siento una cosa que no tiene nombre. Los franceses lo llaman coup de coeur y los italianos brivido, pero nosotros lo confundimos con un síndrome de Stendhal de pacotilla porque en catalán no hay ninguna palabra para definirlo, por eso yo lo denomino 'pelldegallinada'. Es como un relámpago al alma o una caricia sin rostro, ya que en aquel momento todo se esfuma y no me acompaña nada más que una obra de arte delante mío, siempre inmensamente más grande que yo. Por un instante, es como si el mundo se evaporara en medio del Louvre, la Capilla Sixtina del Vaticano o la Tate Modern, pero inesperadamente también puede pasar en Vilafranca del Penedès.

El domingo pasado, por ejemplo, el nuevo Vinseum estaba lleno de visitantes en la jornada de puertas abiertas, pero de manera absolutamente inesperada me sentí solo delante del Mural de la vinya y el vi de Pau Boada, ancho como un horizonte inalcanzable y alto como una catarsis sin techo. No tengo ni idea de si la pelldegallinada me duró tres minutos o exactamente tres horas, ya que solo recuerdo que mirando detalladamente el mural y fijándome en aquellos rostros de aires románicos que aplastan uva, podan cepas o hacen botas, recordé una frase de mi añorado tío Abdon la primera vez que hice la vendimia, hace veinte años: dentro de este mar de viñas, me dijo, tendrás que sobrevivir ocho horas al día, y sin naufragar. No me ahogué, pero nunca he olvidado que vendimiar es sentirse más pequeño que el racimo de uvas que tienes en las manos.

Solo me interesa el arte que me empequeñece, me eleva y me hace volar tan arriba que de repente, ni que sea durante unos minutos, me permite estar dentro de un sueño. "Aquí vaig morir-hi tal dia com avui", sentí detrás de mi oído en un momento dado de mi pelldegallinada, casi como si fuera Bernat Metge hablando con Joan I a Lo somni. En mi caso, no tengo ninguna duda, el rey era Pere el Gran, que agonizó en el Palacio Real de Vilafranca donde ahora está el Vinseum la noche del 10 de noviembre de 1285. De hecho, que no haya letreros avisando de que en plena visita es posible percibir el espectro del monarca es una de las únicas dos cosas que puedo criticarle al nuevo museo; la otra es que uno de los magníficos audiovisuales de la planta baja, el que explica al mundo qué es Vilafranca del Penedès, no alerte de que se trata de un vídeo pornográfico a los ojos de los vilafranquins.

Por suerte yo lo vi liberado de toda erección posible, ya que no soy vilafranquí, pero después de la pellgallinada en el mural de Pau Boada debo confesar que perdí la noción del tiempo visitando las cuatro plantas del museo. Encontrándome en el segundo piso, de hecho, justo al lado de una sala casi cuántica con una puerta que no cierra y corriente de aire interior en una estancia que recuerda una masía del siglo dieciocho, miré por la ventana de la calle, vi que diluviaba y no supe si aquello era una instalación artística para reflexionar sobre el peso de la lluvia en la viña o bien, sencillamente, un latigazo inesperado de la DANA. Allí confieso que no oí ninguna vocecilla dentro de mi, pero sí que me vino a la memoria aquello que Eugeni d'Ors, curiosamente enterrado a escasos metros de donde hay el museo, escribió a su monumental libro Tres horas en el Museo del Prado: "el valor espacial del arte se romper el umbral entre lo espacial y lo expresivo".

Quizás por eso el mural de Pau Boada, al cual volví bien pelldegallineado antes de largarme hacia casa, es un rectángulo inmenso con un espacio vacío en el medio que antes era una puerta y ahora, en cambio, es un espejo. Que uno se vea reflejado es lógico, pues, ya que siempre estamos solos ante nuestras emociones, sea gracias a un beso, una copa de garnacha negra o un mural pintado con temple de huevo que es una metáfora del renovado museo: un umbral desde donde entrar en el mundo del vino de una manera diferente. Un espacio en el cual perderse tres horas y que merece ser catalogado como Museo Nacional, al igual que lo son el Museu Nacional d'Art de Catalunya en Barcelona, el Museo Nacional de la Ciencia y la Técnica de Terrassa o el Museo Nacional Arqueológico de Tarragona. Porque si nunca pretendemos que Catalunya sea un país normal, el vino, que en nuestra casa es muchísimo más que una bebida alcohólica, también se merece un Museo Nacional en un Palacio Real. Y confieso, o más bien lo juro por Pere el Gran, que esto no lo digo borracho de vino.