Ayer, en València capital, se celebró el funeral por las víctimas de la riada de incompetencia y mala praxis política y administrativa de hace un mes. Y nada de las imágenes, ni de las palabras, se puede aprovechar para sacar un mensaje positivo de la gestión de la situación; excepto la presencia, en un papel principal, en la Seu, de la Geperudeta. Presidía la misa entre autoridades de todo tipo a las que no les dio vergüenza estar al lado de los familiares —no todas ni todos—, de las víctimas, la imagen de la patrona de València: la Virgen de los Desamparados.
Viendo el funeral no podía dejar de pensar que a veces cuesta no pensar en la justicia divina, porque a pesar del gran esfuerzo llevado a cabo por la escenificación de acompañamiento a los familiares de las víctimas de las autoridades de la Comunitat Valenciana y del país —con alguna ausencia notoria—, todo quedaba en nada al ver a la Virgen. Nunca un nombre le ha pegado tanto a una imagen. Talmente como si hubieran puesto un anuncio luminoso que recordara no solo la absoluta incompetencia de los y las sentadas en primera fila, sino también el menosprecio de la tragedia que hicieron, todos juntos, antes de la misma, durante y después. Los y las valencianas estuvieron desamparados el 29 de octubre y siguen, exactamente —a pesar de la gran ayuda recibida por parte de la gente de la calle— en la misma situación.
Los y las valencianas estuvieron desamparados el 29 de octubre y siguen exactamente en la misma situación
La misma polémica —resuelta tan torpemente como todo lo que ha pasado en torno a las lluvias de la DANA en València— sobre los no invitados —las mismas familias que tienen difuntos por los que se llevaba a cabo el funeral— deja clara una vez más la gran separación que hay entre la ciudadanía y sus representantes políticos. Ya escribí que las imágenes del séquito de los reyes entre el barro no podía ser más medieval; pero es que todos los actos y declaraciones que se han hecho y se hacen dejan entrever, de manera cegadora, una concepción del poder y de la administración pública que no es —o que no debería ser— del siglo XXI.
Lo que menos importa a los dirigentes del país son las personas, sus vidas, las tragedias, aunque sean de esta magnitud; ya costó saber de los 222 muertos, pero la cifra de miles de heridos parece que se esconda y de los 4 desaparecidos no se habla. De contar 222 más 2, no pienso ni hablar. Y a pesar de estar en la época que todo corre por las redes a una celeridad inmediata, los gobiernos se empeñan, con la connivencia de no pocos medios de comunicación, en establecer y seguir escenificando un relato del siglo —por no ir más atrás— pasado.
Fuera de las puertas del templo, todavía y a pesar del agotamiento, gritos, rabia y desesperación porque hay más culpables que el agua de la muerte y las desgracias de todo tipo y manera de una parte importantísima del pueblo valenciano —dejando de lado las referencias a la justicia divina—, es del todo imprescindible que actúe la Justicia del país. Hoy es precisamente el Día de los Derechos Humanos, porque se conmemora la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada el 10 de diciembre de 1948 por las Naciones Unidas. Es importante no solo enterrar a los muertos, sino hacerlo habiendo respetado sus derechos.