El Sindicato de Llogateres ha celebrado la compra de la casa Orsola por parte del Ayuntamiento como una victoria en la lucha contra los desahucios y el encarecimiento exponencial de la vivienda en la capital. Intuitivamente, el hecho de que vecinos de nuestra ciudad como Josep Torrent, quien ha evitado in extremis la expulsión, y que las fincas del Eixample estén rebosantes de indígenas del barrio, tendría que ser una noticia objetivamente esperanzadora. Pero en este país nada es lo que parece y basta con rascar un poco el musgo que cubre la actualidad tediosa para ver que las cosas no son como son, sino todo lo contrario. Porque quien más tiene que celebrar la adquisición pública de esta bella obra eixamplesca del maestro Carrera i Miró es su antiguo propietario, Albert Ollé, que la compró por seis millones de pepinos y ha acabado consiguiendo nueve y pico, muy sufragado con nuestros sufridos impuestos.
Mientras las inquilinas celebraban su heroicidad salvífica, intuyo que el señor Albert Ollé debió encerrarse en un reservado de Via Veneto para celebrar como dios manda tal pelotazo inmobiliario, con nuestro querido Pere Monge sirviéndole compulsivamente botellas de champán; él, no los benignos inquilinos de Orsola, ha sido el principal beneficiario. La cosa no pasaría de anécdota si esto fuera un caso aislado, pero la compra pública de un inmueble (con unos creces considerables) por la hipotética vulnerabilidad de sus inquilinos sitúa un precedente peligrosísimo; a saber, ahora los propietarios saben que, si el Sindicat de Llogateres les monta una campaña a la contra, el Ayuntamiento siempre les podrá salvar el culo. No solo eso, sino que —a partir de ahora— son muy conscientes de que nuestra administración es quien especula al alza, con la tranquilidad de que la fiesta la acabaremos pagando nosotros.
Si el Ayuntamiento continúa con esta política venezolana de comprar viviendas, yo me organizaría para montar jaranas como la de la casa Orsola, que son una auténtica garantía de enriquecimiento
A su vez, el precedente de Orsola creará una lucha interna entre el movimiento de inquilinos que será muy difícil de gestionar. A partir de ahora, ¿qué nivel de vulnerabilidad y emergencia considerará el Ayuntamiento con el fin de adquirir un inmueble? En este sentido, ¿os imagináis cómo se siente el habitante que la pasa mucho más puta que los inquilinos de casa de Orsola y que, no obstante, tendrá que abandonar su casita? De eso son plenamente conscientes Jaume Collboni y su administración quienes, con esta operación especuladora en sentido estricto, no solo han quedado como los buenos de la película, sino que han neutralizado un movimiento ciudadano con unos portavozes a los que se les estaba poniendo una cara de Ada Colau que te cagas. Collboni ha actuado rápidamente y con picardía, consciente de que la compra templará (¡de momento!) la ira de los inquilinos y, sobre todo, animará el espíritu del colectivo rentista del Eixample.
De hecho, yo del señor Ollé y de los propietarios de mi barrio fundaría urgentemente el Sindicat de Porpietàries porque, si el Ayuntamiento continúa con esta política venezolana de comprar viviendas (¡insisto, a precio de oro!), yo me organizaría para montar jaranas como la de la casa Orsola, que son una auténtica garantía de enriquecimiento. Al límite, yo de ellos ahorraría el trabajo al colectivo de inquilinas e impulsaría las protestas. Es una cosa relativamente asequible; solo hay que contratar una soirée musical con alguna exestrella de Euforia, con las Tarta Relena (que siempre ponen una nota de catalanidad románica bien cuqui a las bullas) y una terrazita provisional en el Eixample para que los críos que tienen patrimonio vayan a hacer unas birras para sentirse más progres. Solo con eso, ya te aseguras unos beneficios de tres millones de nabos. ¡No me negaréis que es una ganga!
Que nadie se alarme; a mí me parece mucho mejor que mi Ayuntamiento salve a un convecino de dormir en la calle con mis impuestos que ver mi cuota de autónomo sufragando mariconadas como la Copa de América o el festival Llum BCN. Pero de aquí a pensar que, a la larga, esta política de compra municipal (¡infladora de precios, insisto!) salvará la salud de nuestra vivienda en Barcelona, hay muchas millas. En cualquier caso, felicito a todos los pequeños colauets: han conseguido que, muy a pesar suyo, en los reservados de los restaurantes de la capital se empiece a gritar “Viva el Sindicat de Propietàries!”.