Se anuncia una huelga de alquileres y he decidido escribir, hoy, sobre vivienda. En el juzgado de primera instancia donde trabajo llevamos centenares de desahucios cada año. Ni que decir tiene que ordenar echar de sus viviendas a los arrendatarios —a menudo por impago de rentas— es una de las situaciones más delicadas y duras que afrontamos en el juzgado. Claro que un propietario a quien no pagan las rentas desde hace más de un año y que tarda casi dos años, o más, en recuperar el piso seguro que también lo vivirá, él, como un sufrimiento. Probablemente más patrimonial que existencial, pero un sufrimiento, al fin y al cabo. El dilema está, pues, servido.

Dejémoslo bien claro desde un inicio: la vivienda es, y no puede dejar de ser, una problemática social inherentemente compleja. ¿Por qué? Muy fácil: porque tiene por objeto bienes que son, a la vez —y no pueden dejar de ser a la vez—, por un lado, de los activos económicos más importantes de toda sociedad moderna —de los que, por definición, se pretenderá extraer rédito— y, por el otro, los espacios donde las personas, sencillamente, viven. En derecho hablamos de bienes de primera necesidad. La vivienda es claramente uno de ellos: no podemos vivir a la intemperie. Nos hace falta, sí o sí, un techo. Un espacio donde no solo nos protegemos del exterior, sino donde, además, ejercemos efectivamente nuestra intimidad y, en definitiva, donde nos desarrollamos como personas. Donde erigimos un hogar, sea clásico, monoparental, monomarental o expat-parental, da igual. Precisamente por eso, las personas siempre necesitarán una vivienda, por más costoso que sea acceder a ella. Si hace falta, se contentarán con una sola habitación o se irán de la ciudad donde querían vivir. Pero la buscarán siempre, porque la necesitan.

Existen amenazas, como decía, de una huelga de alquileres. Ya tenemos sobre la mesa las dos grandes posturas que combatirán sobre la lona. En un lado del ring, tenemos a los representantes del Registro de la Propiedad, esgrimiendo ya, sin solución de continuidad, unos argumentos aparentemente indestructibles: que el arrendatario está obligado a pagar las rentas; que si no lo hace, se le podrá resolver el contrato; y que la ley no contempla el derecho a la huelga de los arrendatarios. Tres argumentos, dicho sea de paso, estrictamente correctos, pero que, como suele pasar con los planteamientos jurídicos conservadores o reaccionarios, obvian que el derecho, y la vida en sociedad en general, suelen ser más ricos, más complejos, que lo que prevé taxativamente la ley. Yo diría, más bien, que desconocemos qué puede suceder, a escala social, política y jurídica, en pleno 2024, si se desata una huelga de alquileres masificada. En el otro lado del ring, tenemos, claro está, a los representantes de los arrendatarios, que exigen, entre otras cosas, una rebaja del 50% de las rentas, fortalecer los topes de rentas, prohibir las compras especulativas o regular los alquileres de temporada.

El derecho, y la vida en sociedad en general, suelen ser más ricos, más complejos, que lo que prevé taxativamente la ley

Los alquileres de temporada. El gran agujero negro. A mí me recuerdan aquellos agujeros negros del espacio sideral que nos descubrió el telescopio Hubble en los años 90. Cuando se decidió no incluir estos alquileres sui generis en el régimen de topes de rentas, se anunció a los cuatro vientos que por este orificio se colarían buena parte de los contratos futuros. Esto es lo que ha pasado, al parecer. Si entramos en cualquier portal inmobiliario, veremos, por ejemplo, en Barcelona, rentas absurdamente elevadas por pisos ni tan amplios ni tan lujosos. Son, casi siempre, pisos ofrecidos por temporada. Se confirman, por lo tanto, los peores —o los mejores, según se mire— augurios. Hay quien habla, aquí, de astucia, pillería o, directamente, fraude de ley. De utilizar una vía —la del alquiler de temporada— que no se corresponde con la situación contractual subyacente real, para evitar, precisamente, los topes de rentas. El fraude de ley es, también, una institución compleja. A los tribunales les cuesta apreciarla. Solo el futuro y las demandas que se puedan presentar nos permitirá saber si nos encontramos, o no, realmente, ante un fraude.

Bernat Dedéu se sorprendía, hace escasos días, aquí mismo —con una de sus habituales e hirientes deconstrucciones de las preconcepciones con las que intentamos sobrevivir—, al ver que algunos acababan de descubrir, a raíz de esta subida de precios de los alquileres, nada más y nada menos que el capitalismo. Lo que habría que hacer, según él, sería, únicamente, subir los sueldos de los autóctonos. Yo diría que lo que habría que hacer es, más bien, ambas cosas: subir los sueldos y buscar alguna forma de reconducir las rentas de alquiler a unos niveles razonables, racionales: tapando algunos agujeros —negros o blancos—, prohibiendo las adquisiciones más flagrantemente especulativas, construyendo más vivienda social... no lo sé. Está claro, en cualquier caso, que la competencia para hacer este tipo de cosas no la tiene, por cierto, como parece apuntar el artículo, el Ayuntamiento de Barcelona. De hecho, no la tiene plenamente, ni siquiera, el Parlament. Todo es, como decía, complejo. Más complejo.

Josep Pla —no precisamente un revolucionario de izquierdas en materia social y jurídica— atribuía al Registro de la Propiedad una función esencial para la vida en sociedad. Creía que era un factor clave para la felicidad de las personas. Probablemente tenía razón. Pero también decía, el mismo Pla, que “una ciudad no puede ser, solo, un determinado número de kilómetros de calles y plazas. Para que realmente lo sea, debe tener un espíritu, una ilusión. Debe mantener una crítica, un progreso, permanente y sistemático”. También tenía razón en esto, creo. Y parece como mínimo dudoso que con alquileres de 1.900 euros al mes por pisos de 62 m² —y los efectos colaterales que esto genera— ciudades como Barcelona puedan lograr tener este espíritu que, según Plan, hace que una ciudad sea, eso, una ciudad.