Esta semana tienen que pasar muchas cosas, si hacemos caso de los titulares de la prensa, y no todas buenas; de hecho, los grandes reclamos de las cabeceras se hacen de las noticias malas. Para empezar, la Semana Santa —con una buena parte de la ciudadanía ya de vacaciones— se ha estrenado con un frío bastante vivo y una buena lluvia o, cuando menos, llovizna. Ni una cosa ni la otra son demasiado celebradas, porque por fiestas, más vale el buen tiempo, también en las de invierno. Aunque solo sea porque es más cómodo para circular, en coche o a pie, que no haya precipitaciones de ningún tipo. También es cierto que llevamos esperando la lluvia muchos días y no deja de ser una alegría que el agua caiga, por mucho que no emane una gran manifestación de entusiasmo colectivo que lo demuestre.
Parece que todo está bastante complicado, tanto en el terreno nacional como internacional, y en medio de tanta conmoción el tema de hoy parecerá poca cosa, pero no es así. La batalla de las creencias ante las certezas científicas necesita mucha insistencia repetitiva, en otras palabras, pedagogía. Siempre, pero si, además, afecta a nuestro bienestar de una manera tan clara y directa, todavía más. A final de semana, sí, de esta, en pleno festejo de la Pascua y con la vuelta anunciada del buen tiempo, doble tragedia: ¡estrenamos el horario de verano!
No hacemos lo suficiente para entender los aspectos negativos que comporta alejar el horario social, la organización horaria, de la división natural de diurnidad/nocturnidad
Este uso impuesto del cambio de hora por decisión política que se ha convertido en costumbre por el peso de los años, es altamente perjudicial para nuestra salud, pero se mantiene incluso a pesar de los anuncios de su desaparición. Sí, el acuerdo para no dividir el año en dos horarios en los países europeos y mantener todo el año el mismo ya existe, pero se va demorando su aplicación. Aunque la mayoría de la ciudadanía está a favor y aunque cada vez son menos los países, los hay que lo han hecho nunca, que siguen aplicando esta diferencia horaria entre verano e invierno.
Dejar, sin embargo, de cambiar la hora quiere decir que hay que escoger entre horario de verano y horario de invierno, y nos jugamos mucho en este referéndum. Por muchas razones, pero especialmente porque no queda claro cuáles serán las que más pesarán a la hora de decidir cuál es el nuestro nuevo horario, en principio, definitivo. En el estado español lo que es saludable —o en todo caso, más saludable, porque también tenemos añadido un problema de meridianos— es el horario de invierno y no el que estrenamos dentro de cuatro días. En cambio, la opinión pública —la mayoría, si hacemos caso de las encuestas— abraza, prefiere, el horario de verano. El horario de verano que, más que ganar adeptos, no pierde o pierde pocos, porque popularmente se asocia con tener "más horas de luz".
De hecho, el eslogan ha sido este durante tanto tiempo que si no pensamos, si tenemos puesto el automático, atribuimos al horario todo lo que aportan a nuestras vidas de bueno la primavera y el verano; no los mosquitos, por ejemplo. Aunque cada año al hacer este cambio empezamos con la pérdida de una hora de sueño —recordad que desaparece del reloj—, no hacemos lo suficiente para entender los aspectos negativos que comporta alejar el horario social, la organización horaria, de la división natural de diurnidad/nocturnidad. A pesar de todo, hemos avanzado, en Catalunya especialmente, porque ahora los años que llevamos problematizando el horario ya rozan la decena. En el sentido positivo del concepto y, por eso, en el debate del derecho al tiempo se abre paso cada vez más entre la ciudadanía la idea de que el foco no lo tenemos que poner en el hecho de que se alargue el día, sino en la hora, tanto en invierno como en verano, que salimos del trabajo para poder tener vida.