Dicen que el cristianismo —y, concretamente, el catolicismo— pasa por un buen momento. He leído un artículo de Josep Asensio en la Revista Esperit, pero también lo he empezado a notar en entornos que de entrada había etiquetado como no religiosos. Todo es una cosa más tectónica que numérica, me parece, y que sazonada con los debates culturales sobre el belén y las luces inclusivas, mezclando influencia política y espiritualidad, se presta a confundir deseos con realidad. Hay quien está utilizando torpemente la herencia cristiana a favor de sus intereses políticos. En Catalunya de estos también tenemos. Pero hay algo más. Es de piel y de presentimiento, más que de datos palpables, pero me parece que me basta con el presentimiento para escribir lo que quiero escribir hoy que la ocasión nos acompaña a todos. Hace unos días estaba con unos amigos —los amigos de la escuela, los de toda la vida— y me dijeron que nunca se habían "sentido" tan católicos como ahora. Me sorprendí, porque aunque fuimos juntos a una escuela católica —y a todas las catequesis posibles—, como estereotipadamente se tiene entendido que pasa, al atravesar la adolescencia, se fueron deshaciendo de su herencia religiosa. Ahora hablaban sobre todo en términos de identidad, habiendo llegado a la conclusión de que su cultura, aquello que los hace, no puede explicarse sin Cristo. Uno de ellos, además, venía de pasar una temporada en los Estados Unidos, y todo se le mezclaba con la complicidad que había tenido con los compañeros de universidad provenientes de la órbita latina.
Quizás es verdad que cada vez hay más gente dispuesta a no sacudirse la herencia de encima en términos culturales. Quizás es verdad que el debate de por qué es importante no hacerlo lo estamos ganando los que pensamos que de nuestros antepasados, a través de la tradición, hemos recibido una especie de conocimiento sobre aquello que hace a la vida que vale la pena preservar. Y quizás es verdad, claro está, que cada vez hay más gente desacomplejada a la hora de hacerse suyo aquello que, en realidad, ya lo es. Este no es el retorno a casa al que me quiero referir porque, en realidad, al fin y al cabo va de sacar el polvo a la parte más terrenal de la fe, es decir, va de retirar ciertos prejuicios y recuperar un talante y una visión de la vida y del mundo que, en términos argumentales, se aguanta sin el factor espiritual de fondo. Yo me he considerado católica toda mi vida, incluso cuando he tenido temporadas de no ir a misa o no rezar, pero la religiosidad es mucho más que una perspectiva moral o una manera de ordenarse las prioridades. Si solo fuera eso, habría bastante con un partido político para articularlo. Pero como no es solo eso, San Pedro hizo una Iglesia.
De todo lo que he ido recogiendo —discretamente— sobre este resurgimiento cultural del catolicismo o esta desvergüenza con el legado que el catolicismo nos deja, los argumentos que se acercan más a la fe son los de quien ha redescubierto en la herencia recibida una luz sobre lo que es bueno. Esta es la vertiente argumental que se acerca más al camino del retorno, aunque para dirigirlo hay que abrazar, como mínimo, el misterio. Cuesta saber si aquello que hacemos y somos, lo que es bueno y lo que no es tan bueno, nos resuena de una determinada manera en el interior porque nuestro marco mental y moral —occidental— está hecho desde los postulados cristianos que han modelado el continente Europeo o si, por otra parte, nos resuena de una determinada manera en el interior porque nuestra alma —que está ideada por Dios— es sensible al bien y al mal tal como Dios quiere a fin de que podamos acercarnos a Él desde las tribulaciones de la vida. Me parece que en este redescubrimiento, en este retorno, hay un poco de las dos cosas: nuestra moral está innegablemente modelada por el cristianismo pero, además, el cristianismo tiene un acceso privilegiado a la naturaleza del hombre porque tiene acceso a Dios que nos crea y envía a su Hijo para salvarnos. Aquí es donde empieza el camino de retorno espiritual: atreviéndonos a entender por qué las generaciones que nos han precedido han considerado que era necesario que nos llegara la antorcha de la fe a las manos, tendremos acceso a las verdades sobre nosotros mismos que solo la fe puede proveer. Igual que uno, a medida que se va haciendo mayor, se va dando cuenta de que cada vez entiende mejor aquello que decían y hacían sus padres, con la fe pasa un poco lo mismo. Me reconozco en el marco moral que he recibido, pero si lo quiero entender de verdad, el retorno a casa lo tengo que hacer en solitario, desde la intimidad y desde la libertad. Y este camino pide mucha más introspección que la que pide tomar la decisión de cobijarse de nuevo bajo un paraguas cultural determinado.
Atreviéndonos a entender por qué las generaciones que nos han precedido han considerado que era necesario que nos llegara la antorcha de la fe a las manos, tendremos acceso a las verdades sobre nosotros mismos que solo la fe puede proveer
El mundo no da respuestas a las inquietudes del alma. Es con esta certeza que mi generación —formada en una parte del mundo bastante secularizada— se ha plantado en la treintena. Hay una desazón interior que no ha desaparecido con todo aquello que nos dijeron que nos satisfaría. Procuramos saciar el vacío con cosas pasajeras, pero las cosas pasajeras se mueren y, mientras tanto, no hemos hecho más que seguir alimentando la desazón. Es posible que también seamos la primera generación con padres que no han pisado nunca una iglesia, que no han rezado nunca o que no han hablado nunca del Evangelio a sus hijos. En eso, en lo que muchos verían un impedimento, yo veo la posibilidad de emprender el camino para volver a casa de una manera autónoma. La fe no es genética ni para los que tenemos padres creyentes: Dios siempre pide un compromiso único. La fe no funciona por osmosis: Dios siempre se nos manifiesta a través de nuestras heridas personales. Dios está en nuestra historia, en nuestra rutina y en todo aquello que somos y hacemos, en cada acto de amor que recibimos y ejecutamos. "El reino de Dios está dentro de vosotros" (Lc, 17-21) porque es muy poco de superficie —aunque también acaba empapando la superficie— y mucho del espíritu. La luz sobre las verdades que reconocemos en aquello que se nos ha legado no sale de ningún sitio: es sobrenatural. Del retorno cultural, si es que lo hay, se tiene que estirar el hilo con bastante curiosidad para volver a la única casa que de verdad nos hará sentir acogidos y cobijados, el origen de nuestra alma: Dios.
Escribir esto sería la ocasión ideal para hacer una metáfora baratita con la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), pero me da la sensación que hacerlo, identificar esta posibilidad de volver a la fe con la parábola, supondría hacer cernir una cierta voluntad de vergüenza sobre los que se encuentran en condiciones de emprender este retorno. Y no sería justo, precisamente porque tanto la libertad de irse como la libertad de volver provienen de la misma fuerza creadora. Abrazar la concepción del bien y del mal del cristianismo o el orden de prioridades que mana de este es un medio hacia Dios, pero no es el fin. Si es cierto que hay una bolsa de gente cada vez mayor y más sensible a la verdad de Cristo, aunque de momento solo la rocen desde la parte más terrenal, los creyentes nos tenemos que mostrar atentos y disponibles. Escribe G.K. Chesterton sobre la Navidad que "es necesario que haya una noche en que la luz nazca dentro de las cosas, y un día en que los hombres buscan todo lo que llevan en su interior y descubran, allí donde se esconde verdaderamente, tras las persianas bajadas y las puertas cerradas con siete candados, el espíritu de la libertad". Esta liberación —que en realidad es liberarse del peso de la desazón— se puede vivir cada día cuando se vive Dios. Ser testigos de ello cada día es la única manera de hacer decantar la balanza de quien apenas encuentra las primeras migajas del camino de retorno. Nosotros ya hemos ganado, y lo único que nos queda por hacer es que aquellos que nos rodean también puedan ganar. Nada más. A todos los que me leéis y seguís, que tengáis una muy feliz Navidad. En palabras de la periodista y activista Dorothy Day, a mí hoy "me complace pensar que Jesús nació en un establo porque mi alma se parece mucho a un establo: es pobre y está en unas condiciones no muy satisfactorias. Pero si Jesús nació en un establo, creo que quizás también puede nacer en mí".