Hace pocos días leía por esta nuestra red social mal gobernada por Elon Musk que hay una corriente de nuevas influenciadoras —sobre todo mujeres— que vuelven a tener como hito casarse. Y que lo explican, claro está. La cuestión es que me parece que todo forma parte de un gesto de rebote más profundo. Igual que la generación que ahora va de los veinte a los treinta años —en el caso de servidora, más hacia los treinta que hacia los veinte— ha pretendido desactivar los discursos poligámicos, parece que también ha puesto en marcha un retorno hacia el matrimonio como sinónimo de éxito en el campo de las relaciones románticas. Al fin y al cabo, sin embargo, echa raíces en varios factores. Lo más evidente y banal es que algunas de las influenciadoras más seguidas —que, por lo tanto, tienen medios para llevar a cabo una planificación familiar menos coartada por el factor económico— se casan y lo muestran. Como con cualquier objeto que se dispone en el escaparate de las redes sociales, casarse se reviste de una membrana de idilio todavía más idílica que la connotación con que el acto ya cuenta de base. Los sujetos a quienes muchos buscan imitar, pues, son gente que, si tiene algún escrúpulo con la institución del matrimonio, no lo muestra. Me parece que eso es lo que hay en la fachada. Como con todo, sin embargo, con la fachada no es suficiente.
Con la madurez hay la necesidad de volver a un lugar seguro. La madurez es desear una cierta estabilidad, me parece, y no solo con respecto a relaciones. A este lugar seguro se vuelve con el instinto de protegerse después de haber estado a la intemperie. Y después de haber vivido en primera persona, de hecho, que algunos de los discursos que fueron moda cuando salimos del cascarón no nos han convencido. Sobre todo con respecto al sector femenino heterosexual, que es el que por razones obvias más conozco, la impresión es que algunas de nosotras salimos a jugar una partida de la que hemos vuelto desmenuzadas emocionalmente. Y no hay que llegar a las mujeres de treinta, con veinticinco esta impresión ya empieza a latir. Los motivos del desmenuzamiento, una vez más, son varios: que aquello que nos hemos encontrado en el otro lado no ha estado a la altura de las expectativas. Que esperanzadas con una liberación sexual y relacional que nos tenía que hacer más felices hemos aceptado situaciones que han terminado por hacernos sentir abusadas emocionalmente. O que estamos, sencillamente, cansadas. Que nos hemos hecho mayores y pensamos que ya no tenemos edad de ir como una peonza por la ciudad detrás de hombres que no nos acaban de tratar como esperamos. Hay un desgaste. De este desgaste, pienso, también brota la romantización del fenómeno tradwife, que hace muy difícil de tratar la vocación familiar —en el lugar de donde yo vengo, es una vocación— sin caer en la tentación de pensar que lo que nos hace falta a las mujeres es volver a la cocina. Y este desgaste también nace, como mínimo parcialmente, del déficit masculino. Se trenzan causas y consecuencias que llevan a la idea de que el matrimonio es, pues, el lugar seguro que nos salvará de determinados males que no queremos volver a sufrir.
Entre pensar que el matrimonio es una imposición y una herramienta de sumisión y asumir que la única manera de acabar con cualquier dificultad vital es casarse tiene que haber un término medio
Este rebote tiene un aire infantil porque nace del despecho. Y porque, repito, parte de la idealización de un acto de compromiso que ya venía idealizado antes que nada. Estas semanas también se ha hecho viral la imagen de una mujer en la cocina, con sus hijos a hombros y su marido dándole un beso. La sentencia que lo acompañaba era "imagínate cuánta propaganda ha hecho falta para hacerle creer a una mujer que eso es malo". Desconozco si hay alguna mujer que piense que escoger tener familia es "malo" para ella. Lo que sí que ha sido "malo", porque no nos ha contemplado como sujetos libres, es que durante siglos no hemos podido escoger del todo, porque hemos sido un accesorio del sector masculino. Y porque, sin medios económicos, salir de un matrimonio abusivo era prácticamente imposible. Estudiamos y entramos en el mercado laboral como los hombres. No somos hombres y la conciliación, como mínimo en nuestro país, es un mito. Ya lo entiendo que tener que bregar con un mercado laboral rígido y unas ayudas económicas paupérrimas es bastante triste. Pero entre pensar que hoy el matrimonio a solas es una imposición y una herramienta de sumisión hacia la mujer y asumir que la única manera de acabar con cualquier dificultad vital es casarse, encerrarse en la cocina y reproducir los roles de la abuela, tiene que haber un término medio. Este término medio, pienso, tiene que encontrarse rehuyendo superficialidades e inercias. Quizás por eso, en el lugar de donde yo vengo, el matrimonio es una vocación, un sacramento y pide discernimiento.
El matrimonio —o cualquier relación de pareja, en este caso— solo es un lugar seguro si es una opción. Pensar que casarse es una esclavitud hace de progresista chaladito, sí, porque hoy hay tantos tipos de matrimonios como cónyuges comprometidos. Y porque es bastante evidente que revestir el compromiso de renuncias sin destacar las virtudes y el retorno es una posición parcial. Es tan parcial, de hecho, como revestirlo de virtudes, plantarse con la actitud de esperar algo a cambio solo por el hecho de casarse y pensar que con un anillo en el dedo todo en el monte será orégano de sopetón. El peligro de fondo tras este aparente rebote matrimonialista —que, como he dejado escrito, tiene sus raíces y su propia lógica— es que el afán de casarse termine naciendo del miedo y la herida más que del amor y la esperanza. O de la necesidad de caparse las libertades porque con la libertad de antes no se ha tenido mucha suerte. Y que por medio de este miedo y este resentimiento —casi con nosotras mismas— viciamos la libertad con que uno se tiene que plantar en el altar —si es que hay altar— o con que tiene que poder negociar qué rol tiene cada uno dentro de la unión.
El compromiso es sano porque obliga a limarse la aspereza, a mirarse en el espejo, a pensar qué tipo de persona somos y qué tipo de persona queremos ser. El compromiso nos hace autoconscientes. El matrimonio, sin embargo, ni es para todo el mundo ni es el único compromiso que vale en esta vida: es un llamamiento. Vaciarlo de su complejidad y convertirlo en una fotografía bonita en Instagram es, también, desprenderlo de su sentido sobrenatural. Vaciarlo de su carga histórica es una imprudencia y obviarlo por esta misma carga histórica es despreciar la libertad con que contamos hoy para construir algo nuestro y único. No soy capaz de prever si esta moda que algunos apuntan que empieza a sacar la cabeza la sacará del todo, o si se traducirá en un repunte en las cifras de matrimonios celebrados anualmente. Cuando haya que salir a explicar que el matrimonio tiene que ser algo más que una "moda" o una reacción torpe a nuestros miedos, sin embargo, tendré esto escrito aquí. En el lugar de donde yo vengo se dicen muchas cosas, una de las más bonitas es que no nos casamos porque nos amamos, nos casamos para amarnos. Quizás este sería el resumen más preciso de cómo servidora pretende tomar la decisión cuando convenga.