El día que fuimos caminando hasta el aeropuerto, yo llevaba unos zapatos recién estrenados. Pero cuando se nos pidió que fuéramos, ni yo ni los amigos con quienes estaba en la plaza de Catalunya nos lo pensamos dos veces. El cálculo fue que las ampollas valdrían la pena, que teníamos que estar. Que habían encarcelado y condenado al Govern de la Generalitat, un gobierno con el que, entonces, los catalanes nos sentíamos en deuda por haber organizado el 1 de octubre. En nuestra cabeza, todo lo que no fuera ir era inmovilismo español. Con la amnistía en la mano y la causa de Tsunami archivada, parece que, poco a poco, el exilio llega a su punto y final. La cuestión a desgranar, pues, es por qué existe un grueso importante de catalanes que no tenemos ningún tipo de sensación de victoria. Por qué, si es cierto que los que durante esos años participaron de la vida política del país todavía son su cara sentimental, hemos visto volver a Marta Rovira, Wagensberg y el resto de implicados en Tsunami y muchos no hemos levantado ni una ceja. Lo que durante unos años políticamente lo significó todo, para algunos hoy no significa absolutamente nada. O, como mínimo, nada que merezca la euforia con la que lo viven las filas de sus partidos. Pensar en las ampollas que tuve en los pies hoy me da sensación de ridículo.

La distancia entre el éxito con el que se nos presenta el retorno del exilio y el éxito con el que lo identificamos algunos es gigante, y arraiga en los motivos por los que unos vuelven a Catalunya y otros ya avistan esa posibilidad. El trabajo de los partidos es el de vender el retorno, sin más, como una victoria en esencia. La práctica indiferencia de los ciudadanos hacia este hecho, sin embargo, se explica por lo que motiva el retorno. Que nadie se equivoque: con esto no quiero frivolizar ni con el dolor personal de los que han estado meses y años en el extranjero, ni banalizar el poder destructor de una represión española que se ensaña contra los catalanes con la única excusa de que existimos. No. Lo que señalo —y me parece que es más o menos fácil de entender— es que podemos ser conscientes de ese dolor personal y de esa represión, pero la resistencia personal de los exiliados no ha sido una resistencia en el campo político, y aunque sean símbolo de esos años, el vínculo que les identificaba como "los nuestros", el vínculo que hacía que nos valiera la pena tener ampollas en los pies, se ha roto. Eso vale, sobre todo, para los que tenían cargos políticos, pero también para los que colaboraron con Tsunami y lo utilizaron para enviarnos a casa.

Es posible no desear ningún mal personal a ninguno de los implicados y poder decir que su retorno es producto de muchos años de renuncias independentistas

Muchos observamos las escenas de ayer con cierta apatía, conscientes del espejismo. Aunque la idea sea simular que regresar del exilio es una victoria colectiva, es fácil intuir que el retorno es producto de una redirección política e ideológica del movimiento independentista desde los partidos. Una redirección que ha servido para ir preparando el terreno para que pactar con los españoles parezca un estadio más de la lucha independentista, y no una contradicción cobarde. Es posible no desear ningún mal personal a ninguno de los implicados y poder decir que su retorno es producto de muchos años de renuncias independentistas. De hecho, poder decirlo es la única forma de analizarlo sin pasarlo por el filtro de un sentimentalismo que lo hace muy borroso. Las imágenes de Cantallops son el resultado de una derrota, por eso la insistencia en presentarlo como un triunfo solo hace más profundo el sentimiento de derrota y, según cómo, de vergüenza.

Más importante que el retorno del exilio, lo que es importante es el sentido que adquiere. A menudo parece que el independentismo solo sabe jugar la batalla del relato. Me hace pensar, también, en Carles Puigdemont y en cómo Junts se ha dedicado a explotar la hipótesis de su retorno. Para que estos retornos, tanto los de unos como los de los otros, tuvieran un valor de confrontación con el Estado español, deberían haberse producido en un momento en el que, efectivamente, regresar era confrontar el Estado español. Pero se han producido por la causa radicalmente opuesta, por eso pensar en las ampollas de 2019 hoy se nos hace humillante. Por eso enterarse de que, de momento, de las setenta y cuatro personas amnistiadas, cincuenta son los policías que nos apalearon, también. Todo lo que los partidos independentistas se vanaglorian de haber conseguido, todo lo que celebran, es lo mismo que a una parte de los independentistas los hace aún más conscientes de la derrota. Los aspavientos, todavía hoy y con el retorno de algunos de los exiliados, son un modo de tapar las cesiones que explican estos retornos, igual que lo fueron los aspavientos por los indultos. Algunos no podemos huir de esta premisa, de esta sensación de que las victorias personales de los exiliados están lejos de ser una victoria política, de esta escena en la que los discursos ya no tienen nada que ver con los hechos. De esta impresión de que la clase política del país tiene tendencia al engaño, a la performación y al palique, pero que no están ni estarán nunca dispuestos a hacer que las ampollas en los pies nos valgan la pena.