Hace pocos días, mientras daba mi paseo anual por la Fira del Llibre d'Ocasió Antic i Modern, me pillaran unas ganas de mear tremendas. Inmediatamente, entré en un bar para pedir un Vichy e ir al lavabo, pero justo entonces recibí por WhatsApp un artículo del profesor Jordi Llovet que me cortó el rollo. De repente, a medida que iba leyendo el texto, desgraciadamente aquel inodoro con perfume de nubes de algodón se transformó, más bien, en el típico poly klyn de Festa Major, sucio y desagradable, en el cual alguien ha hechado una vomitona. En Catalunya tenemos el problema que llamamos Fira del Llibre Vell a aquello que se tendría que llamar Feria del Libro Vivo, que confundimos la Setmana del Llibre en Català en la Semana de la Literatura Catalana y, sobre todo, que a veces abrimos un suplemento digital de cultura y nos encontramos la pota -quizás él preferiría decir émesis- de un catedrático de Teoría de la Literatura.

Más que un texto escrito por una eminencia académica, el artículo me pareció un ejercicio de boomerisme prémium en el cual un señor parece no aceptar la época en la cual vivimos. Solo así se entiende que Llovet afirme, atención, que la culpa de que nuestras letras pasen por un mal momento es de los independentistas, de las tendencias woke, del feminismo, de los narradores antitabaco, de las novelas que idealizan la montaña carlista, de los libros que radiografían la violencia machista y de los animalistas que no irán a ver ni borrachos de vino la nueva película de Albert Serra. Ah, sí, y por si no fuera suficiente, evidentemente también de Joaquim Molas, al cel sia, y de sus discípulos que han pervertido los estudios literarios y han inoculado a los pocos filólogos que hay en el país una cosa terrible: que la literatura, entre muchas otras cosas, sirve también para testimoniar los latidos de un momento concreto de la Historia.

¿Es posible que la literatura catalana actual viva un periodo cualitativamente débil? La duda ofende, y solo hay que ver que el montón de librerías de viejo y de segunda mano que venden a precio de saldo novelas que ganaron el Sant Jordi o el Prudenci Bertrana no hace ni dos años. Yo mismo tengo uno de los últimos Premi Carles Riba de poesía acuñándome el sofá de casa desde hace tiempo, por eso opino en esencia lo mismo que Jordi Llovet y sobre todo lo mismo que M. Àngels Cabré, la autora hace dos semanas de un elegante pero contundente post en Facebook en el cual desglosaba en diez puntos cuáles son las posibles causas de nuestro mal: un mundo literario endogámico, una ausencia de crítica valiente, una confusión entre la literatura de calidad y las novedades comerciales, la precariedad en la cual viven el 99% de los autores o el mal momento, en general, de las humanidades. "Si el rey va desnudo, vistámoslo", decía juiciosamente el final del texto, que contó con centenares de me gusta. Entre los cuales, evidentemente, el mío.

Todo lo que tiene de razonable el artículo de Llovet, de hecho, es aquello que ha copiado del lúcido texto de la señora Cabré, ya que el resto de argumentos son tan ridículos que parecen más bien una broma. Se dicen cosas tan extrañas como que en Catalunya, por culpa del patriotismo desatado, en los círculos literarios hay gente que compara a Serafí Pitarra con Shakespeare. Yo, igual que el profesor, soy proclive al tabaquismo y escribo este texto en una columna que se llama como se llama, pero a la vez me pregunto qué fuma Jordi Llovet para afirmar que en nuestro país hay gente defendiendo que Cervantes es más mal escritor que Irene Solà, autora a quien él prefiere nombrar 'la cantante montañesa'. Hace falta ser socio de una aso con hierba muy potente para decir eso, como también hay que tener mucho morro para afirmar que "el problema es que muchos escritores han perdido la proximidad lingüística a los ritmos y las formas eufónicas del catalán vivo", sobre todo después de haber hecho una versión de Les flors del mal, el año 2010, con una traducción al catalán tan ampulosa que hizo aburrir Baudelaire a toda una generación de catalanes y por la cual don Jordi, a mi entender, tendría que ir de rodillas hasta París y pedir perdón.

Casualmente el libro que me había comprado por un ojo de la cara en la Feria del Libro Vivo era Los trovadors nous, la primera antología poética editada en catalán después del Decreto de Nueva Planta y publicada el año 1858, justo un año más tarde que Baudelaire escribiera Las fleurs du mal. Por eso, mientras paseaba por el paseo de Gracia trajinando encima una primera edición así de especial, no me quitaba de la cabeza el artículo de nuestro Harold Bloom de pixarrí mientras me daba cuenta que, más que un libro viejo, entre las manos llevaba el marcapasos que devolvió el latido a la literatura escrita en una lengua anárquica y heredera de una tradición prácticamente olvidada. Pobrecita literatura catalana, ay, que durante más de dos siglos prácticamente desapareció. Pobrecita lengua, ay, que se tuvo que refugiar en el ámbito privado. Pobres catalanes, ay, que durante décadas el único contacto que tuvieron con alguna cosa remotamente parecida a sus letras eran las canciones de cuna, los himnos de taberna, los dietarios íntimos o los entremeses de aficionados.

Bendita suerte que un día, sin embargo, queriendo organizar unos Jocs Florals para ofrecer un entierro digno a una lengua que casi no se sabía ni qué nombre tenía, unos cuantos se dieron cuenta de que eran hijos, nietos y bisnietos de gente como Ramon Llull, Ausiàs March o Bernat Metge casi sin quererlo, y ya nunca más nada fue igual. Y entonces, como un milagro fruto de la confianza propia más que de la fe, pocos años más tarde resulta que autores como Émile Zola ya hacían prólogos en francés de novelas de Narcís Oller o que obras de teatro de Àngel Guimerà eran representadas en media Europa. ¿Qué habría sido, de nuestras letras, sin que algunos con conciencia nacional no las promoviesen y valorasen como buenamente hacía falta? Pues seguramente el Modernisme o el Noucentisme no habrían existido, como tampoco la generación de los años veinte y treinta. De hecho, posiblemente no se habría hecho frente más adelante a una dictadura fascista con un doloroso exilio y quién sabe, quizás ahora, a pesar que "por culpa del independentismo" hay hoy tengamos una literatura de baja calidad, tampoco contaríamos con novelas de Eva Baltasar finalistas en el premio Booker, cuentos de Irene Pujadas publicados en la New Yorker o librerías de medio mundo en las cuales encontrar títulos de Jaume Cabré, Mercè Rodoreda, Sánchez Piñol y, sí, Irene Solà.

Al fin y al cabo, ¿cuántos libros de literatura napolitana, tártara o bretona podemos encontrar en cualquier librería de Barcelona? Ninguno, porque la lengua, y lógicamente la literatura, también va ligada a la política y el poder, por eso uno no comprende por qué alguien carga contra el nacionalismo -cuando posiblemente la literatura catalana sea la literatura de una lengua sin estado con más proyección mundial- mientras a la vez le hace mimos al ejecutivo de la Generalitat y al PSOE sabiendo que en la Feria de Frankfurt, hace dos años, fue el Gobierno quien metió los libros de autores catalanes en el saco de las literaturas en 'lenguas regionales'. Y al final, claro, a uno le llega por WhatsApp un artículo titulado Pobreta literatura catalana, lo lee y más que el texto de un erudito que dice amar la literatura en su lengua, ve más bien el lamento de alguien que añora un mundo que ya no existe. El llanto, o más bien el vómito, de un pobre hombre.