Martes, 28 de marzo del 2017. Son las 3 de la tarde. Espero en la estación de Renfe El Clot – Aragó. Es un día cualquiera, y no es hora punta. No hay (¡aleluya!) ninguna catástrofe ferroviaria de aquellas a las cuales los usuarios de Rodalies estamos tan acostumbrados. Sólo una ligera demora, poca cosa, habitual en un país en que los servicios públicos no llegan a la hora, puntualmente, ni por acción de un milagro. Funcionamiento normal, pues. Nos hemos acostumbrado a la impuntualidad sistemática. Habitual aquí, pero no lo es en los países de nuestro entorno, como sabe cualquiera que viaje habitualmente a Francia, Alemania, los Países Bajos o los nórdicos.
Llega el tren en dirección a Mataró. Todos los vagones van llenos, a reventar, como si fueran trenes de mercancías para rebaños: esta es la consideración que Renfe tiene con sus usuarios. Como es obvio, el gentío que espera en el andén sube a los vagones. Con resoplidos de resignación, sólo algún taco indignado, seguramente en la boca de alguien que no es usuario habitual. Poca cosa más. ¿Qué podrían hacer? Es la norma. Y todo el mundo lo sabe.
Sigo esperando mi tren, en dirección a Blanes, donde me han invitado a dar una conferencia en la Biblioteca Comarcal. Lo mismo. El tren llega, con la demora rutinaria. Cuando subimos, hay más gente de pie que sentada. También personas mayores, no hay asientos para todo el mundo, ni para ellos. Gente con muchos años encima, cansados, débiles. Pegándose como pueden para no caer, en medio de un gentío que llena los vagones. El viaje es de una hora y cuarto. Hasta al cabo de tres cuartos de hora no me puedo sentar, y no soy el último en hacerlo. No hay ninguna revuelta, ninguna indignación manifiesta. Sólo resignación ante lo que es un funcionamiento pésimo de los servicios públicos. Pésimo.
Mientras avanzamos, pienso en la estación de El Clot – Aragó: unos andenes lóbregos, oscuros y sucísimos, con las paredes llenas de porquería. Más propios de una ciudad de provincias de Polonia o la RDA, durante la guerra fría, que de una capital metropolitana como Barcelona en pleno siglo XXI. Vergüenza ajena. Vergüenza propia. ¿Cómo, por qué, nos dejamos maltratar de esta manera, tan burda?
Pienso en las palabras de Mariano Rajoy, presidente del gobierno español, hace sólo unas horas, cuando acaba de hacer unas pomposas declaraciones, anticipadas por la prensa amiga, con la retórica habitual de un burócrata ministerial, anunciando cínicamente el final de la crisis económica, la recuperación (“recuperación”, ha dicho) de los puestos de trabajo, cuando en España el paro (en el 2016) es del 19,6% y en la zona euro del 10%, el crecimiento económico (“España es el país que más crece de la UE”, ha dicho), y otros comentarios dignos de Alicia en el país de las maravillas. Y sobre todo el anuncio estrella de su visita a Barcelona, a la cual, por cierto, no se ha dignado ni siquiera invitar personalmente al presidente de la Generalitat ni a la presidenta del Parlament, las dos máximas autoridades del Estado en Catalunya: 4.200 millones de euros, ha dicho, de inversiones del Estado en infraestructuras en Catalunya, hasta el 2020. Vale la pena repetirlo: 4.200 millones de euros en cuatro años, es decir, 1.050 euros por año durante cuatro años. La gran oferta del generoso presidente del gobierno español como respuesta, estudiada y calibrada, al malestar de la ciudadanía de Catalunya.
Vergüenza ajena. Vergüenza propia. ¿Cómo, por qué, nos dejamos maltratar de esta manera, tan burda?
Ni una palabra, por otra parte, con respecto a la deuda todavía pendiente del Estado español con Catalunya, sólo en materia de infraestructuras, cuantificada en 10.000 millones de euros. Ni una palabra. Ni una sola en medio de un discurso que le han preparado, cuidadosamente, sus asesores. Nada sobre los 10.000 millones de euros debidos de los cuales, como presidente del gobierno español, es el máximo responsable. Mil millones cincuenta mil euros cada año, durante los cuatro años que tenemos por delante. Esta es su propuesta. Los cronistas del acto en el que se ha pronunciado esta tan rotunda y pomposa declaración no han registrado que nadie se haya levantado del acto, ni que el auditorio se haya puesto a reír, ni que nadie le haya recriminado lo que más que una declaración institucional seria parece, más bien, un chiste de mal gusto.
No hay que repasar las hemerotecas. Los periodistas mejor informados ya lo han hecho en las últimas horas. Sólo hay que recordar los datos, declaraciones y promesas que, antes que Rajoy, han hecho en los últimos años, sin salir de las infraestructuras, sólo de las infraestructuras, Ana Pastor, Manuel Chaves, Pepe Blanco, Magdalena Álvarez, Francisco Álvarez-Cascos, Rafael Arias-Salgado, José Borrell... Una lista completa configuraría una auténtica antología del disparate. O el mejor tratado de cinismo que dejaría en una broma las páginas que Diógenes Laercio dedica a los cínicos griegos.
Y mientras tanto, la sanidad catalana, una de las mejores de Europa, sigue gestionando unos presupuestos de crisis. Y mientras tanto, la educación catalana está haciendo un esfuerzo titánico por acoger, sin grietas ni terremotos, unos porcentajes de inmigración muy superiores a los de los países de nuestro entorno y por gestionar con una extraordinaria profesionalidad una diversidad que ha modificado al alumnado de las aulas. Y mientras tanto, las universidades tienen que hacer frente a unos costes de matriculación abusivos e inmorales, y tienen que ver cómo cierran centros de investigación y cómo se congelan indefinidamente las plantillas que tendrían que garantizar una renovación absolutamente vital... Y mientras tanto, la ciudadanía tiene que asistir impasible a la impugnación de las pocas leyes, como el decreto de pobreza energética, que intentan poner parches a una situación socialmente de emergencia, o cómo crece, sin que nadie parezca poner remedio, los porcentajes, ¡alarmantes!, de la pobreza infantil....
Ah, de vuelta a Barcelona, el tren ha salido con sólo 13 minutos de retraso. Trece. Sólo. Ningún resoplido. Ningún taco. Tampoco, por supuesto, ninguna explicación, ninguna disculpa. Convivir con unos servicios públicos deficientes, en una anomalía sistemática y continuada, no es más que una metáfora cruel, inapelable, de un Estado que desprecia a sus ciudadanos y que ha hecho de su inutilidad e incompetencia la norma suprema de su existencia y de su funcionamiento habitual.