Todos recordaremos dónde estábamos, y con quién, y haciendo qué, el pasado 16 de octubre por la noche. La magistrada de la Audiencia Nacional Carmen Lamela, a instancias de la Fiscalía, ordenó el ingreso en prisión de Jordi Cuixart, presidente de Òmnium, y de Jordi Sànchez, presidente de la ANC, por alta probabilidad delictiva y riesgo de destrucción de pruebas, después de acusarlos de sedición. La noticia provocó inmediatamente un terremoto político en Catalunya, aunque muchas voces ya habían reconocido la voluntad de escarmiento de la Audiencia Nacional, alineada en esto, como en tantos otros casos, y como pasaría después con el encarcelamiento de la mitad del Govern legítimo de la Generalitat, junto a los deseos y las instrucciones del gobierno español, aunque ello fuera al precio de pasar por encima, como una apisonadora, de cualquier consideración jurídica mínimamente solvente.
Empezaba, así, con los Jordis, una auténtica operación de Estado para destruir el movimiento independentista catalán con voluntad de decapitarlo, inventándose acusaciones inverosímiles y desmentidas incluso por las pruebas aportadas por la defensa, y atacándolo en todos los frentes, desde el político hasta el ciudadano, desde el educativo hasta el mediático. Causa general contra el independentismo, mayoritario en el Parlament de Catalunya surgido del 27-S y, después, a pesar de la represión, con mayoría renovada en el Parlament surgido del 21-D. El traslado de la causa al Tribunal Supremo confirmaría la prisión de Jordi Cuixart y Jordi Sànchez, y confirmaría los encarcelamientos posteriores de Oriol Junqueras y Joaquim Forn. ¿De los que quedaron en libertad, cuántos continúan en la política activa? ¿Y cuántos, de los que siguen, con causas todavía abiertas, no están sometidos a restricciones de sus libertades fundamentales, de opinión, de expresión y de participación política? ¿Y de los que están en Bruselas, cuántos tienen restringida, además de su libertad de movimientos, su posibilidad de participación política, en igualdad de condiciones con los representantes electos de los adictos al régimen del 155?
Hace cien días de aquel 16 de octubre. Cien días de prisión de Jordi Cuixart y de Jordi Sànchez. Uno más uno más uno más uno..., y así hasta cien. Ochenta y tres en el caso de Oriol Junqueras y de Joaquim Forn. En condiciones humillantes desde el traslado a la prisión hasta la vida cotidiana entre rejas. No es preciso recordar los detalles, a estas alturas lo bastante conocidos como para que no haya que listarlos sin una profunda indignación. Estos meses he pensado a menudo en las palabras del filósofo Avishai Margalit en su libro La sociedad decente, ya clásico, de 1996: “¿Qué es una sociedad decente? La respuesta que propongo es, a grandes rasgos, esta: una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas. Y distingo entre una sociedad decente y una sociedad civilizada. Una sociedad civilizada es aquella cuyos miembros no se humillan los unos a los otros, mientras que una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas”.
No hay que forzar el texto de Margalit para reconocer que la sociedad española, efectivamente, es una sociedad indecente, porque sus instituciones, desde aquel infame 16 de octubre ha estado humillando, durante cien días, a Jordi Cuixart y Jordi Sànchez, y, durante ochenta y tres, a Oriol Junqueras y Joaquim Forn. Hay que sumar, a estos cuatro ciudadanos encarcelados por motivos políticos, a los cinco miembros del Govern legítimo de Catalunya, president incluido, que están en Bruselas con la certeza, confesada reiteradamente por el gobierno español erigido impropiamente en juez, que si entran en el Estado español serán inmediatamente detenidos y encarcelados. Y la indecencia, según Margalit, es uno de los nombres de la injusticia.
Existe, además, la voluntad explícita de humillación, con la intención, confesada, de dejar al movimiento independentista sin su primera línea de dirección institucional y ciudadana
El encarcelamiento de Cuixart, Sànchez, Junqueras y Forn, y la amenaza de encarcelamiento del president Puigdemont y de Antoni Comín, Lluís Puig, Clara Ponsatí y Meritxell Serret, sólo tiene motivaciones políticas y hace avergonzar a los penalistas independientes, como en El Nacional ha argumentado a menudo por escrito, de forma difícilmente discutible, Joan Queralt, catedrático de Derecho Penal de la Universitat de Barcelona.
Pero no se trata sólo del encarcelamiento. Existe, además, la voluntad explícita de humillación, con la intención, confesada, de dejar al movimiento independentista sin su primera línea de dirección institucional y ciudadana. Jordi Sànchez lo reconocía explícitamente cuando declaraba, a través de un tuit publicado por la ANC, que “nos quieren humillados y destrozados”, donde añadía, de manera contundente, como un gesto de resistencia, “no podrán”. Y sin embargo la dureza judicial, policial y carcelaria muestra indicios lo bastante inequívocos de que, poco a poco, están poniendo fuera de circulación, y si no es de alcance mayor es propia incompetencia del sistema, a la primera línea del movimiento independentista tal como lo hemos conocido hasta ahora. Por no recordar que la causa general contra el independentismo continúa abierta y ampliada.
Desde aquel 16 de octubre, las calles y plazas de Catalunya han registrado a diario concentraciones y manifestaciones, actos de todo tipo y con participantes de toda condición, en defensa de la libertad de los presos políticos y contra la política represiva del Estado, que ha transgredido todos los protocolos de separación de poderes y que ha puesto los tribunales del Estado a las órdenes políticas del gobierno español.
La víspera de este siniestro aniversario, cien días para unos, ochenta y tres para los otros, se hacía pública la carta de Joaquim Forn renunciando a su escaño como parlamentario electo. Es una carta breve, manuscrita, escrita sin rencor, pero que, quizás también por eso, es difícil que pueda ser leída sin un escalofrío de estremecimiento. Entre otras cosas, confesaba: “Como sabéis el pasado 11 de enero declaré ante el Tribunal Supremo y adquirí unos compromisos que en algún momento podrían llegar a representar una contradicción con determinadas líneas de actuación del grupo en lo que represento”. Hay que leerlo muchas veces, sin que, por eso, el estremecimiento que provocan estas palabras deje de horrorizar. Porque, lo sabemos, el juez ha forzado la declaración de Forn sobre su futuro comportamiento político como parlamentario electo legítimo: con eso, el juez no sólo ha privado de libertad a Joaquim Forn, como a Cuixart, Sànchez y Junqueras, sino que, además, ha restringido para el futuro su derecho fundamental a la participación política, su libertad ideológica y su compromiso político. La institución del Tribunal Supremo del Estado español, así, deja para la historia lo que bien puede considerarse como un ejemplo canónico de indecencia, en los precisos términos que Margalit la define. ¿Es eso tolerable?
Les ha acompañado una vergonzosa criminalización constante por parte del gobierno español, de los autos de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo y de gran parte de la opinión publicada por los medios de comunicación afectos al régimen del 155
La única vez que he hablado con Joaquim Forn fue en el año 2014, diría que durante la primavera. Fue en una sesión de trabajo en el edificio antiguo del ayuntamiento de Barcelona, en la plaza de Sant Jaume. Él no estaba en la reunión pero vino a saludarnos y, después de encajarme la mano y dirigirse a mí por mi nombre, me agradeció un artículo publicado con el título de "Desfile de cautivos", en el que hablaba de la novela homónima de Francesc Grau i Viader, publicada hacía poco por Club Editor en catalán (Rua de captius), que, me dijo, lo impulsó a comprarse el libro y a leerlo. Rua de captius rememoraba el paso de Grau i Viader por los campos de concentración franquistas: el santuario del Sant Crist de Balaguer, la plaza de toros de Logroño y sobre todo el campo de concentración de Miranda de Ebro. El libro explica todos los mecanismos de la humillación y el aniquilamiento de la dictadura, con episodios inolvidables por su crudeza, como el de un sargento de infantería que recuerda a los prisioneros: “Sois unos miserables prisioneros de guerra, simple desperdicio humano sin ningún valor. Todos juntos no alcanzáis el precio de una cerilla usada”.
El recuerdo de este encuentro con Forn me ha hecho tanto daño que he vuelto a leer el libro, para descubrir, en los dispositivos de aquella política represiva de la dictadura, los antecedentes infames de la situación que el propio Forn, Cuixart, Sànchez y Junqueras están viviendo estos meses, como en una especie de cruel y siniestra repetición. Porque, al encarcelamiento de todos ellos, les ha acompañado una vergonzosa criminalización constante por parte del gobierno español, de los autos de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo y de gran parte de la opinión publicada por los medios de comunicación afectos al régimen del 155.
Y es que, lo sabemos, el primer efecto de la injusticia es la verdad. Y por eso aquí, ahora, y cada día mientras estén en la prisión, hay que recordar que Jordi Cuixart, Jordi Sànchez, Oriol Junqueras y Joaquim Forn no son criminales ni delincuentes, sino muy buena gente y hombres de bien, que no han cometido ningún delito de los que han inventado ad hoc y contra toda prueba los autos del Supremo y que ellos han hecho lo que han hecho como representantes, políticos electos y legítimos los unos y ciudadanos los otros, de la ciudadanía representada democráticamente en la mayoría parlamentaria. Hay que decirlo, explícitamente y de forma clara: encarcelándolos a ellos, se encarcela la voluntad política de más de dos millones de ciudadanos libres.
El Estado español está persiguiendo de manera fanática, con un odio patológico y enfermizo, destruir el movimiento independentista. Y sin embargo este supera ya los dos millones de personas si se cuentan los votos de las últimas elecciones. El Estado español, con esta actitud, se ha metido en un callejón sin salida. Hasta que Jordi Cuixart, Jordi Sànchez, Oriol Junqueras y Joaquim Forn estén en su casa y con sus familias, en las plazas y calles de Catalunya se seguirá reclamando y exigiendo, del Estado español, libertad para los presos políticos injustamente y arbitrariamente encarcelados. Por decencia y por dignidad.