Termino este artículo unas horas antes del 20 de septiembre del 2018. Un año después de que miles de personas salieran a las calles de Barcelona, a primera hora, en cuanto conocieron la noticia de que la policía española estaba entrando en las sedes de algunas conselleries de la Generalitat, para mostrar su estupor y su oposición a esta intromisión intolerable, orquestada por el aparato político-jurídico del gobierno español, que tenía la voluntad de fiscalizar, intimidar y, si era posible, impedir la acción del Govern legítimo de Catalunya en cumplimiento de las instrucciones recibidas por el Parlament de Catalunya. Fueron concentraciones absolutamente pacíficas que, en un ejercicio de soberanía y en expresión del derecho fundamental a manifestarse, reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, no pretendieron, ni por supuesto consiguieron, obstaculizar ni impedir la acción judicial de las investigaciones entonces en curso. El ejercicio del derecho a manifestación fue escrupulosamente pacífico y no violento incluso delante de la sede de la CUP, donde la policía, saltándose todos los protocolos de las garantías fundamentales y en un acto de provocación absolutamente insólito, pretendió, sin ninguna orden judicial, entrar en la sede de un partido político, sin que, sin embargo, a nadie se le hayan pedido ni explicaciones por una aberración injustificable e incomprensible de este calibre.
Ahora hace un año, exactamente, que pasaron aquellas cosas, que culminaron en la concentración delante la sede de la Conselleria d'Economia hasta medianoche. Aunque no pasó nada delictivo, casi un mes después, el 16 de octubre, entraban en prisión Jordi Cuixart, entonces y ahora presidente de Òmnium, y Jordi Sànchez, en aquella época presidente de la ANC. Pronto hará un año de su encarcelamiento por nada, cuando ya es evidente, para cualquier persona decente, el carácter absolutamente arbitrario e injusto de estos encarcelamientos políticos. Porque ninguno de los dos era “político” y, por lo tanto, no son “políticos presos”, sino presos por motivos políticos, como es suficientemente evidente a cualquier análisis mínimamente objetivo y racional.
Ya es evidente, para cualquier persona decente, el carácter absolutamente arbitrario e injusto de estos encarcelamientos políticos
Después vendrían nuevos encarcelamientos. Los más inmediatos, y que todavía están en prisión, el de Joaquim Forn y Oriol Junqueras, que ya llevan 322 días ininterrumpidos en prisión. Y después con una breve interrupción, el encarcelamiento de Dolors Bassa, Jordi Turull, Josep Rull, Raül Romeva y Carme Forcadell. Es conocido de sobras: los siete, por motivos diferentes de Cuixart y Sànchez, pero todos encarcelados por motivos políticos sin que nunca pueda haberse probado empíricamente, ni pueda hacerse nunca, porque nunca existió la violencia imprescindible como condición de los cargos, las gravísimas acusaciones de sedición y rebelión por las que se les mantiene a todos en prisión.
En este contexto, esta semana llega a las librerías los Escrits de presó de Joaquim Forn, editados por Enciclopèdia Catalana, en el que es el primer libro con el que recupera explícitamente el histórico sello editorial y se renueva su compromiso con el país y las libertades. Es un libro muy importante. Mucho. No sólo porque es el primer libro escrito íntegramente en prisión por uno de los nueve presos políticos catalanes. No sólo porque es un prodigio de contención y sinceridad, en el que el conseller Forn intenta hacer un ejercicio de descripción alejado de cualquier patetismo y sentimentalismo. No sólo porque ofrece por primera vez un intento de registrar y explicar la vida cotidiana en la prisión de Estremera, desde la noche del 2 de noviembre del 2017, cuando ingresó, hasta el 9 de julio, cuando sale, en dirección a la prisión de Lledoners. No sólo porque, como buen lector que es su autor, está admirablemente escrito. No sólo porque explica cosas que no sabemos y que, de alguna manera, nos afectan profundamente a todos. No sólo porque, en él, el conseller Forn intenta articular y consignar, de manera precisa y contenida, sus reflexiones sobre estos meses convulsos que ha vivido mucha gente en Catalunya, sometida a un embate represivo sin comparación, por su magnitud, en el periodo democrático post-franquista. No es sólo por todo que este libro es muy importante. Este libro es muy importante, a mi entender, sobre todo porque constituye, desde la prisión, un acto de auténtica libertad y de confianza en la palabra: es decir, un acto de voluntad política para liberar una voz, en forma de palabra escrita, que el Estado español ha querido silenciar, enmudecer y apartar de la vida pública de su comunidad. Eso lo convierte, a estas alturas, no sólo en un acto de integridad ética y moral, sino sobre todo en un acto de afirmación y, como decíamos, de liberación de una voz que el sistema político-jurídico español ha pretendido silenciar.
Escribir para protegerse de la vulnerabilidad y de un sistema jurídico-penitenciario que quiere acabar con la voluntad política de aquellos que encarcela y que cuenta, en esta empresa, con el ejercicio de criminalización pública de la Brunete mediática
Impresionan muchas cosas, de este admirable libro, que confieso que he leído sin poder parar desde que lo empecé. Impresiona la constancia y la tenacidad de querer dejar testimonio de todo aquello que el autor ha vivido, consciente de que no está en prisión a causa de sus acciones individuales, que no rehúye en ningún momento, sino de haberlo hecho en representación legítima de la responsabilidad de su cargo. “Tengo la necesidad de escribir lo que vivo”, dice, “quiero dejar constancia, me apetece hacerlo y me hace sentir bien. No quiero olvidar según qué”. Todos olvidamos las cosas muy rápidamente. Demasiado rápidamente. Y la escritura, como ya dijo Platón en su diálogo Fedro, es un fármaco contra el olvido, porque permite fijar aquello que, de lo contrario, sólo quedaría a disposición, y vulnerable, de la frágil memoria. Escribir, pues, contra el inevitable olvido. Pero escribir, también, para protegerse de la vulnerabilidad y de un sistema jurídico-penitenciario que, arrancando de cuajo derechos fundamentales, como las mínimas condiciones que tienen que garantizar el derecho de defensa, quiere acabar con la voluntad política de aquellos que encarcela y que cuenta, en esta empresa, con el ejercicio de criminalización pública de la Brunete mediática, esperpénticamente ampliada, durante estos meses, a la práctica totalidad de la prensa en papel publicada en el Estado español: “Nos han querido deshumanizar”.
Joaquim Forn, venciendo el comprensible desánimo y la parálisis a que invita, por definición, la rutina de la vida carcelaria, se ha impuesto la disciplina de mantenerse, a través de la escritura, como sujeto libre de voluntad. No podemos permitirnos ninguna frivolidad: en las condiciones de un encarcelamiento de meses, como el suyo, es difícil imaginar el alcance de este esfuerzo de resistencia continuado. Con sólo unos días de experiencia en la prisión, el 9 de noviembre Quim Forn escribe: “Cada día que estoy en la prisión es como una condena en galeras. Ahora sí que tengo toda la prisa del mundo, toda y más. No me querría estar muchos días, aquí dentro”. Estamos en septiembre, y el conseller Forn lleva, decíamos, 322 días, con sus noches, en prisión. Simplemente, por haber cumplido con el ejercicio de su cargo. Y por haberlo hecho, si recordamos los días que siguieron al atentado de agosto del 2017, de manera modélica y ejemplar.
Todos sentimos necesidad de comprender las cosas, y algunos tenemos la necesidad patológica de buscar en los libros las claves para entender nuestro, siempre problemático, presente
Confieso que, por la brutalidad de estos encarcelamientos, absoluta y objetivamente injustos, durante estos meses he recuperado lecturas que me parecían de otra época. Todos sentimos necesidad de comprender las cosas, y algunos tenemos la necesidad patológica de buscar en los libros las claves para entender nuestro, siempre problemático, presente. Así, he vuelto, recientemente, a las estremecedoras páginas del profesor Victor Klemperer (Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1942-1945, Galaxia Gutenberg) en las que explica su experiencia de, sólo, ocho días en las prisiones alemanas, en realidad por ser judío, pero jurídicamente acusado de un delito de incumplimiento de las leyes del régimen. Es cierto, explica Klemperer, que “ocho días no son una eternidad”, pero, sin embargo, “y así lo siento, ha constituido uno de los peores momentos de mi vida”. Se pregunta: “¿Cómo podía saber yo antes lo que es la prisión, lo que es una celda? Sólo en aquel segundo en que se cerró la puerta lo supe con una angustia sin nombre. En este intento, los ocho días se transformaron en 192 horas, en horas de jaula, vacías. Y, desde entonces, ya no me abandonó”. He vuelto a pensar en Klemperer cuando he leído a Quim Forn, en el arranque fulgurante de su libro: “Nunca habría pensado que podía entrar en una prisión, y ahora ya estoy. [...] Mirándolo bien, supongo que perder la libertad y acabar encerrado entre cuatro paredes no entra en los planes de nadie. En los míos, seguro que no”.
Y cuando releí a Klemperer, pensé en Forn, y en los otros ocho presos políticos catalanes: “Es un honor estar encarcelado hoy en día, será un factor positivo para un futuro certificado de buena conducta. No he hecho nada malo, no estoy en la prisión por el delito de no haber oscurecido la casa sino por ser judío. Nada puede humillarme de verdad, cualquier humillación de verdad. Me lo repito continuamente y eso me ayuda a un poco”. Y he vuelto a pensar en todo eso cuando, ahora, he leído a Forn: “pienso que hay que insistir en que todos aquellos que sufrimos este embate del Estado somos exactamente lo mismo: víctimas [...]. La nuestra ya no es sólo una lucha en favor del derecho a la autodeterminación, en favor de devenir un Estado. La lucha que llevamos a cabo ante los poderes del Estado también lo es por la democracia, la libertad, la justicia y los derechos civiles”.
Releí, antes del verano, las cartas desde la prisión de Rosa Luxemburg, donde estuvo entre 1915 y 1918, y ahora, leyendo el libro de Quim Forn, he vuelto, para recordar la importancia de que las voces de los injustamente encarcelados salgan fuera de la prisión, subvirtiendo la lógica carcelaria. Como recordaban los editores alemanes de Luxemburg, “se pretendía [...] silenciar su voz, que despertaba las conciencias, desenmascaraba la mentira y sabía la verdad. Pero no lo consiguieron. Aquella voluntad de acero no se hundió. Rosa Luxemburg trabajó sin descanso durante estos años de encarcelamiento”. La histórica luchadora, en una carta, decía: “hay que seguir la historia sin dejarse confundir sobre la dirección principal”. Y, en otra, escribía: “¿Sabe usted, Sonia? Cuanto más tiempo dura la guerra, y cuanto más lo infame y monstruoso que pasa cada día supera todos los límites, tanto más segura y tranquila estoy, porque, frente a un elemento, a un huracán, a una inundación, a un eclipse de sol, no se pueden aplicar criterios éticos, sino que hay que entenderlos como una cosa dada, como un objeto de la investigación y el conocimiento” (Cartas desde la cárcel a Sophie Liebknecht, Adaba). Esta misma sensación de testimoniar y de querer comprender es la que he reencontrado en el libro de Forn.
Páginas de verdad, de mucha verdad, y de una integridad moral, a mi entender, ejemplar
He releído, también, durante estos meses, las cartas de Mandela, admirablemente traducidas al catalán (Cartes des de la presó, Angle Editorial). Y las de Václav Havel (Cartas a Olga, Galaxia Gutenberg), escritas a su esposa entre 1979 y 1982. Y las cartas y los escritos desde la prisión de Antonio Gramsci, que nunca dejó de reflexionar sobre el presente y sobre todo el futuro desde los muros de las prisiones infames que quisieron abatir a uno de los talentos filosóficos del siglo XX. Y la experiencia de los diez años de prisión que Evgènia Ginzburg, que entró con 32 años, después de ser expulsada del partido comunista, convirtió en uno de los monumentos literarios del siglo XX, El vértigo (Galaxia Gutenberg), donde expresó el sentido de la escritura con una intuición que seguro que todos ellos, encarcelados injustamente, seguro que suscribirían, cuando reconoce “las tentativas de encontrar al menos un fundamento razonable a lo que estaba pasando”.
Y todas estas lecturas, escritas por personas tan admirables como Klemperer, Luxemburg, Mandela, Havel, Gramsci, se me han entrecruzado con las páginas de Quim Forn mientras me ha ocupado su lectura. Una lectura, lo confieso, tan inolvidable, para mí, como aquellas otras, por motivos obviamente diferentes. Leed Escrits de presó. Encontraréis aquello que, hasta ahora, sólo era imaginable y que, en el libro, es escrito, en negro sobre blanco, como un testimonio, hoy por hoy, insubstituible. Páginas de verdad, de mucha verdad, y de una integridad moral, a mi entender, ejemplar. Gracias, conceller.