Quizás sea en tiempo de desesperanza, cuando todo parece contribuir al desánimo, que la esperanza es más necesaria que nunca. La gran Rebecca Solnit publicó hace sólo dos años un libro descomunal, Esperanza en la oscuridad, en que recordaba que incluso en las circunstancias más adversas no tenemos derecho a renunciar a la esperanza, porque la militancia por un futuro más justo es el único instrumento político que queda en momentos de incertidumbre, perplejidad y parálisis. Y la esperanza no tiene nada que ver con esperar sentados a que las cosas pasen: “La esperanza sólo es el principio”, decía Solnit, “no sustituye a la acción, sólo es la base”. Sin embargo, sin esperanza, sólo está el reconocimiento de la catástrofe y la imposibilidad de acción, porque todo se da por perdido y trabajar por el futuro podría parecer inútil.
“A tus oponentes les encantaría que pensaras que no hay nada que hacer, que no tienes nada de poder, que no hay ningún motivo para actuar, que no ganarás de ninguna manera. La esperanza es un regalo que no puedes sacrificar, un poder del cual no hace falta que te deshagas. Y aunque la esperanza puede ser un desafío, el desafío no es un motivo lo bastante sólido para tener esperanza”. Las palabras de Solnit resuenan en esta primavera catalana, contra la tentación del pesimismo y la tibieza de la claudicación y la renuncia.
Aunque quizás todas lo son, la nuestra es una época especialmente complicada, mezcla de conquistas y avances extraordinarios y también de insoportables pesadillas. La esperanza tiene que ver con una lucidez que fuerza a ver, necesariamente, estas dos dimensiones, sin negarlas, para afrontarlas sin autoengaños. Solnit recordaba a Patrisse Cullors, una de las fundadoras de Black Lives Matter, cuando marcaba un horizonte de acción: “Queremos dar esperanza e inspirar acciones para construir poder colectivo para conseguir la transformación colectiva, arraigándose en la pena y la rabia pero apuntando hacia los sueños y la visión de futuro”. Estamos de pleno en un momento histórico atravesado por tendencias contradictorias: el poderoso impulso colectivo de transformación emancipadora y de liberación, y al mismo tiempo el embate de un Estado que está desmontando los principios que deberían ser intocables en cualquier Estado de derecho mínimamente homologable a nivel internacional.
Más que nunca nos hace falta abrir el foco, mirar un poco atrás y ponernos lentes de larga distancia
Porque es imposible no reconocerlo, si no es negando la realidad: el Estado español ha saboteado el resultado democrático de las elecciones del 21-D, impidiendo investir como president de la Generalitat al que contaba con una mayoría absoluta del Parlament, como expresión democrática de la voluntad popular, y, después, impidiéndoselo a dos candidatos más que contaban con mayoría simple. Sólo ha sido posible investir al cuarto candidato propuesto por la mayoría parlamentaria, cuando, en realidad, los otros tres tienen sus derechos de elección pasiva absolutamente intactos. Este Estado también ha vetado, con una vaga e ilegítima apelación a (su) sentido común y no a las leyes que tendrían que regir la vida política de una comunidad hasta impedir el nombramiento legítimo de cuatro (¡4!) consellers que, también, tienen sus derechos jurídicos intactos. Con eso, a estas alturas, todo permite prever que el tan defendido Govern “efectivo”, por el que algunos clamaban, verá paralizadas y abortadas sistemáticamente todas sus iniciativas legislativas cuando el gobierno del Estado arbitrariamente lo quiera. Este Estado, también, ha impulsado, defendido y legitimado el encarcelamiento preventivo de nueve representantes cívicos y políticos por motivos políticos, incumpliendo además los principios legales que amparan los derechos de los presos en favor del acercamiento a su domicilio y a sus familias, y ha forzado el exilio de personas que así han querido poner de manifiesto, en sistemas jurídicos europeos, que en España se están persiguiendo supuestos delitos que no pueden ser considerados como tales en países democráticos que respetan el Estado de derecho. Y, finalmente, este mismo Estado está liderando una política represiva de persecución de los oponentes políticos que está destrozando derechos fundamentales, como han denunciado instancias internacionales de referencia, erosionando de forma gravísima, entre otros, el derecho inalienable a la libertad de expresión: hablamos de más de veinte mil personas perseguidas, y en algún caso condenadas, por sus ideas. Desde representantes electos democráticamente en el legítimo ejercicio de su cargo hasta periodistas, maestros y cantantes.
Son tiempos oscuros. Muy oscuros. Es difícil negarlo. De una oscuridad inquisitorial y represiva, insólita en una democracia digna de este nombre. Y eso, en un sistema político y jurídico que está violando el principio fundamental de los Estados de derecho modernos, tal como lo formuló John Locke ya en el siglo XVII: “El objetivo de la ley es preservar y prolongar la libertad”, no bloquearla para impedir el ejercicio pacífico y democrático.
Más que nunca nos hace falta abrir el foco, mirar un poco atrás y ponernos lentes de larga distancia. “Estamos ciertamente en un momento complicado, y por eso no es el momento del desconcierto, sino de la concertación; no es el momento del desánimo, sino de la reafirmación; no es el momento de la dispersión, sino de construir la más fuerte cohesión social”. Podrían ser palabras dichas hoy, cuando los instigadores del odio disfrutan de tribunas parlamentarias y de muy poderosos conglomerados mediáticos, y cuando grupos de ultraderecha han salido de sus guaridas para fustigar a la población civil en la pacífica expresión pública de sus opiniones. Pero no son palabras del 2018: son las que dijo Muriel Casals cuando se estrenó, como presidenta de Òmnium, en el discurso de entrega del Premi d’Honor de les Lletres Catalanes a Jaume Cabré, el 14 de junio del 2010. Palabras de esperanza que conviene recordar hoy, ahora, antes de que se extiendan la deserción y la parálisis.
No renunciamos ni renunciaremos nunca a las ideas, realmente más peligrosas que las armas
Una anécdota apócrifa explica que el dictador Stalin, en una ocasión, dijo: “Las ideas son más peligrosas que las armas. Sin embargo, si no permitimos que los enemigos tengan armas, ¿por qué les tendríamos que permitir tener ideas?” Muchos hemos renunciado, por supuesto, a las armas y también, radicalmente, a cualquier tipo de confrontación violenta, porque la mayoría cívica de este país ha decidido que estaremos siempre en pie de paz. Pero no renunciamos ni renunciaremos nunca a las ideas, realmente más peligrosas que las armas, porque, como queremos transformar una realidad insatisfactoria, necesitamos las ideas para transformar antes las mentes, nuestra forma de pensar e incluso nuestros hábitos. Citaré todavía una vez a Rebecca Solnit: “La política nace cuando se extienden las ideas y se conforman imaginarios. Quiere decir que los actos culturales y simbólicos tienen un poder político real. Y quiere decir que los cambios que cuentan tienen lugar no sólo en el escenario, en forma de acción, sino también en la cabeza de la gente”.
Ernst Bloch dedicó diez años de su exilio americano a escribir una obra monumental de más de mil páginas, El principio esperanza, uno de los libros más bellos y al mismo tiempo más terribles de la filosofía del siglo XX. El título inicial tenía que ser Sueños de una vida mejor y, en él, desplegaba su tesis del ser humano como un ser utópico, atravesado por el deseo de un futuro mejor y por el “principio esperanza” que define el trabajo y el cometido en la construcción de horizontes colectivos nuevos marcados por la emancipación y la liberación. Fue él quien formuló, en unos tiempos más oscuros que los nuestros, el imperativo que tendría que obligarnos, todavía hoy, a desbordar los límites de la inmediatez, a mirar más allá del más estricto presente, a imaginar políticamente futuros y a trabajar para construirlos, a no confundir la táctica con la estrategia. En definitiva, a no caer en el desánimo y la desesperanza, a no agachar la cabeza ni claudicar. A combatir la injusticia contra toda tentación de nihilismo, la aberración intelectual y política que no nos podemos permitir. ¿La vacuna? Trabajar por la esperanza y, como hemos dicho a menudo, actuar como si fueras libre, que anticipa que algún día puedas llegar a serlo.