El viernes vuelve a ser el Día Internacional en memoria de las víctimas del Holocausto, que conmemora los setenta y dos años de la liberación del campo de concentración y de exterminio de Auschwitz. ¿Por qué hay que recordarlo, todavía? ¿Y por qué hay que recordar, precisamente, a las víctimas del exterminio nazi y de las políticas totalitarias del Tercer Reich que prepararon, planificaron y llevaron a cabo el exterminio? Y todavía: ¿por qué hay que hacerlo tan a menudo, reiteradamente, hasta el extremo de instituir, como se ha hecho, muy justamente, un Día como este, dedicado a la memoria? ¿Por qué hay que “hacer memoria” –cómo decimos en catalán: fer memòria– de todo eso? Quizás la expresión en catalán nos sugiere que tenemos que “hacer memoria” –es decir: esforzarnos en provocar la memoria, en “hacerla” o invocarla– porque, en general, el recuerdo es una materia frágil y precaria, débil y voladiza, o porque, en este caso concreto, nunca lo recordaremos suficiente?
Quizás ahora tenemos la distancia suficiente para ver que, después de 1945, en toda Europa, se hizo un auténtico esfuerzo de ocultación y represión (en sentido freudiano) de las víctimas del exterminio nazi. Aunque hoy pueda parecer extraño, una obra actualmente tan difundida, traducida, editada y leída como Se questo é un uomo (Si eso es un hombre) de Primo Levi, publicada originariamente en italiano en el año 1947, no fue reconocida internacionalmente hasta el año 1987, precisamente cuando su autor se suicidó. Este era, precisamente, el año en que la obra, traducida al castellano, más de cuarenta años después de los hechos que narraba y de que fuera publicado, llegaba por fin al Estado español. Estábamos cerca de los años noventa, como quien dice hace dos días.
Alguien podría tener la tentación de pensar que nunca hemos recordado tanto el horror del exterminio nazi y sus víctimas como hoy. Continuamente se están editando libros y estrenando películas que nos lo vuelven a hacer presente: que nos obligan a “hacer memoria”. Filmes y textos de todo tipo: documentales o testimoniales y de ficción; escritos por sobrevivientes o familiares de víctimas y por escritores sin vinculación de experiencia ni familiar con el exterminio; que hablan de las víctimas o de los verdugos, incluso desde el interior del pensamiento de los criminales. Más allá de las consideraciones que cada una de estas obras pueda merecer, podría parecer que, efectivamente, ya todo el mundo sabe lo que pasó y cómo pasó. Y, en parte, quizás sea así. Sin embargo, mi modesta experiencia de más de treinta años como profesor, primero de instituto y después en la universidad, me permite como mínimo sospechar que eso que a menudo se considera como alguna cosa lo bastante conocida, sobre la cual parece que se ha hablado y dicho muchas cosas y desde hace mucho tiempo, y que ya formaría parte de un conocimiento compartido de época, en el fondo, salvo muy pocas excepciones, no es más que un cúmulo de vaguedades e inexactitudes en torno a algunas cifras y de unos pocos nombres.
Ante esta realidad, especialmente lacerante en un país como el nuestro, donde todavía mucha gente no sabe establecer una diferencia clara entre “campo de concentración” y “campo de exterminación”, y donde muy poca gente podría decir alguna cosa de Belzec, Sobibor, Madjanek, Chelmno o Treblinka, uno sospecha respecto a los supuestos beneficios de esta proliferación indiscriminada de filmes y textos, donde Las benévolas de Jonathan Littell pueden llegar a tener la misma consideración, si no más, que los textos de Zalmen Gradowski, Filip Müller o Shlomo Venezia, o La lista de Schindler puede ser presentada con la misma tranquilidad y el mismo contexto que El hijo de Saúl.
Primo Levi ya escribió en el año 1979: "Era previsible que la sangre, la matanza, el horror intrínseco de los acontecimientos que se produjeron en Europa durante estos años despertaran la atracción de multitud de escritores de segunda fila en busca de temas fáciles de desarrollar /.../, y que esta tragedia desmesurada se utilizara para satisfacer esta sed turbia de espectáculo macabro y repulsivo que habita en el fondo de cualquier lector". Por eso, hay que hacer un esfuerzo de memoria sin recurrir a los sucedáneos de recuerdo: hay que volver a los testigos, reclamar la vida y la circulación para sus textos. Volver a leer aquellas primeras palabras, aquellos relatos surgidos de la experiencia directa, en primera persona.
Siempre es momento para volver a leer, o para hacerlo por primera vez, a Primo Levi. O a Imre Kertész. O a Elie Wiesel. O a Jorge Semprún. O a Joaquim Amat-Piniella. O a Liana Millu. O a Charlotte Delbo. O a Seweryna Szmaglewska. O a Krystyna Zywulska. O a Tadeusz Borowski. O a Paul Steinberg. O a Robert Antelme. O a Boris Pahor. O a Hanna Lévy-Hass. O a Josep Bor. O a Joseph Bialot. O a Gilles Lambert. O a Aharon Appelfeld. O a Otto Dov Kulka. O a Henryk Grynberg. O a Omer Bartov. O, y los hemos citado ya antes, a Zalmen Gradowski, a Filip Müller o a Shlomo Venezia.
Quien no sabe lo que pasó, es porque no quiere. Este 2017, que celebramos los cuarenta años de la publicación, en 1977, de Els catalans en els camps nazis, de Montserrat Roig (¿para cuándo la reedición?), haríamos bien en ponernos un poco al día. La ignorancia no tiene excusa.