Sólo una perspectiva ingenua podría hacernos pensar que las imágenes son sólo imágenes. Pero no es cierto. Las imágenes son, siempre, muchas otras cosas. No hay que haber estudiado semiótica para saber que las imágenes son, en primera instancia, aquello que representan inmediatamente (la denotación), pero también, inevitablemente, aquello que sugieren, a veces implícitamente, a veces incluso por ocultación (la connotación), cosa que a menudo depende del uso que se hace de ellas o del lugar o discurso en que se inscriben. El sentido de una imagen deriva de lo que la imagen representa pero también de las ideas que vehicula: un proceso de una cierta complejidad que hace, a menudo, que las imágenes sean también, como se decía antes, continentes de ideología, una determinada forma de pensar, en torno a las cosas representadas, que no siempre es transparente a primera vista.
El año 1977 Douglas Crimp presentó, ¡pronto hará cuatro décadas!, en el Artist Space de Nueva York un conjunto de trabajos artísticos, fundamentalmente fotográficos, de gente entonces desconocida como Cindy Sherman, Richard Prince o Barbara Kruger, entre otros. Eran trabajos producidos a partir de imágenes ya existentes, de la publicidad o el cine, a partir de las que, por reconstrucción o manipulación, estas prácticas artísticas pretendían dar a ver la ideología que vehiculaban: eran trabajos de gran sutileza, que pretendían operar, críticamente, sobre las imágenes ya existentes para denunciar los estereotipos que implicaban. El trabajo sobre las imágenes preexistentes revelaba los mecanismos ideológicos de las imágenes de partida y se oponía a ellos de manera crítica, como una especie de deconstrucción. Era, entonces, el inicio de una práctica, habitual en el arte de las décadas que seguirían, consistente en revelar la naturaleza compleja de los procesos de producción de imágenes en la cultura de masas.
La lección de aquella generación de artistas era que no basta, para denunciar la ideología de las imágenes, con sólo volver a presentarlas: al contrario, había que trabajar sobre ellas, provocar que dijeran lo que más bien callaban, hacer aflorar la connotación, las marcas ideológicas, el rastro del poder, los mecanismos de construcción de estereotipos y sus usos instrumentales. Es un procedimiento semejante al de la ironía: una ironía no es sólo una broma, sino una interpretación de segundo grado que tiene que hacer visibles las claves de su distorsión. Si eso no está, la ironía no funciona, porque debe permitir entender que no dice exactamente lo que dice, sino que quiere decir otra cosa diferente de la que a primera vista dice. De manera análoga, una imagen crítica, o un uso crítico de la imagen, tiene que hacer visibles los mecanismos de lo que critica, o la doble naturaleza de la imagen, la grieta entre lo que dice y lo que esconde. Si este procedimiento no se da, no hay imagen crítica, sino simple repetición de una imagen que sigue diciendo aquello que decía.
Las imágenes de las estatuas del Born siguen diciendo lo que, originariamente, decían, y que muchos, legítimamente, han sentido como un insulto: una apología ideológica del franquismo
Ya lo pueden adivinar. Esta es una de las grandes perversiones del uso de las imágenes franquistas en la exposición del Born. La simple reubicación de las imágenes, por un simple desplazamiento que las saca del almacén y las lleva a la plaza pública, no las dota automáticamente de una significación crítica. Que formen parte de una exposición, en el interior del recinto, con su información y documentación explicativa, no es suficiente para alterar la significación originaria: si el uso que se pretendía, volviendo a dar visibilidad a unas esculturas franquistas, como dicen reiteradamente los que han organizado (y los que han pagado) este desfile macabro, era criticar precisamente el franquismo (y la pervivencia de la simbología franquista durante las primeras décadas de democracia), entonces hacía falta imperativamente un trabajo de crítica de las imágenes que ni se ha producido (en la plaza pública) ni se lo espera. Y, sin esta crítica, imprescindible para poder hablar de un nuevo significado de las imágenes, en el contexto de su nuevo uso (lo que la semiótica denomina resemantización), lo que acaba pasando es lo que ha pasado. Que las imágenes siguen diciendo lo que, originariamente, decían, y que muchos, legítimamente, han sentido como un insulto: una apología ideológica del franquismo. Es cierto, claro está, que no es esta la intención ni de los comisarios ni de la administración municipal que ha programado la exposición: pero las buenas intenciones pueden acabar siendo, a veces, muy peligrosas. Ya se sabe: de buenas intenciones, están llenos los panteones.
Las prácticas artísticas han ilustrado, en las últimas décadas, acerca de procesos de gran complejidad y refinamiento, por no salir del tema, en la elaboración crítica de la iconografía franquista. Pienso en algunos trabajos brillantes y sutiles de artistas suficientemente conocidos en Barcelona y en Catalunya. Pienso en Plan Rosebud de María Ruido, una filmación que empieza, precisamente, con las imágenes de la tan contestada retirada de una estatua ecuestre de Franco en Ferrol (¡del Caudillo!), el año 2002, y que sirve como detonante para una investigación, de gran lucidez analítica y documental, sobre los lugares de memoria y la presencia de la iconografía franquista en la esfera pública, así como sobre sus paradojas y contradicciones. Pienso en El Año en que el Futuro Acabó (Comenzó), un video de 2007 de Marcelo Expósito, elaborado con ocasión de los treinta años de las primeras elecciones generales democráticas, con el que volvió, para deconstruirlas, sobre algunas representaciones visuales, reiteradas por la prensa y la televisión a la hora de articular un relato sobre la llamada Transición, tan sobrecodificadas que acaban por impedir una comprensión de lo que realmente pasó. Pienso en Francesc Torres, un artista que ha hecho de la reflexión sobre la memoria individual y colectiva, y su relación con la violencia, uno de los ejes más potentes de su trabajo, y que se atrevió a exponer, en 50 lluvias, el Dodge volador de Carrero Blanco (no el original, claro está), al lado de portadas periodísticas que explicaron el acontecimiento y de otro trabajo suyo sobre la embajada de la España franquista en la Alemania hitleriana.
Son sólo tres ejemplos, aunque hay más, que ilustran del trabajo de descodificación de las imágenes franquistas desde una perspectiva estéticamente crítica e ideológicamente antifranquista. Tres ejemplos, sin embargo, que muestran, de manera muy explícita y contundente, que, cuando se quiere hacer decir a las imágenes aquello que callan, hace falta alguna cosa más que su simple presentación, sólo desplazándolas del lugar donde están, y que es, precisamente, lo único que se ha hecho en la exposición del Born. Heiner Müller recordó, siguiendo a Bertold Brecht (y la cita aparece, precisamente, en el vídeo mencionado de Marcelo Expósito), que las imágenes sólo pueden ser un instrumento de memoria a condición de que se trabaje sobre ellas, ya que la memoria no emerge de la simple contemplación de imágenes del pasado.
Desde esta perspectiva, casi podría decirse que la reacción saludablemente furiosa contra la presencia de estas esculturas en la plaza pública, ya que no ha habido un trabajo de resignificación más allá de las meras declaraciones programáticas de los responsables de la exposición, que nunca pueden ser suficientes, es, en realidad, un auténtico ejercicio, de una gran madurez, de auténtica crítica de las imágenes, incluso de crítica de una museografía realmente deficiente. Porque aquello que se objeta, fundamentalmente, es que las esculturas siguen diciendo aquello que ya decían durante la dictadura. Y que, si su presencia tiene que ser entendida como una crítica a la dictadura, esta crítica, en la plaza pública, precisamente a las puertas del Born, no está en ningún sitio.
Más habría valido, en vez de este despropósito, que en este rescate de momias de los almacenes municipales, hubieran recuperado 'Record d’un malson' de Joan Brossa
Más habría valido, en vez de este despropósito, que, en este rescate de momias de los almacenes municipales, hubieran recuperado Record d’un malson de Joan Brossa, que muestra la cabeza decapitada en mármol del alcalde Porcioles, encima de una bandeja de bronce, estilo Juan Bautista, abandonada en una silla de notario que un Ayuntamiento socialista, por cierto, sacó de su ubicación a las veinticuatro horas de ser plantada en el barrio de la Mina. Si quieren ejemplos de un uso crítico de la iconografía franquista, lo que Walter Benjamin denominaba imágenes dialécticas, hay para dar y para vender.