No diría de él que es un hombre de ideas fijas, aunque sí, lo es, pero casi cada vez que nos vemos me reprocha que me guste, ¡y mucho!, Jean-Luc Godard. Si fuera rencoroso, que no lo es, sino más bien todo el contrario, no me perdonaría, y es lo que él también me recuerda siempre, que en su casa, ante de un montón de gente en un acto público, le dijera como un reproche, que a él, Godard, no le gusta nada, pero nada nada. Fue en un acto cinéfilo, claro está, uno de los muchos que ha organizado en la Llibreria 22 de Girona, en la presentación de un libro inolvidable del gran Domènec Font, Paisajes de la modernidad, con dos gigantes de la crítica cinematográfica de nuestro país, Imma Merino y Àngel Quintana, en un ya lejano, muy lejano, 2002. Lo ha dicho a menudo y ahora lo ha puesto por escrito: “las pelis francesas en que todo el mundo divaga o habla muy a menudo me cansan”. Y sin embargo, ¡paradojas de la vida!, le gustan hasta la locura François Truffaut y sobre todo Éric Rohmer, por quien siente devoción, dos cineastas enamorados de la palabra desbordante, incontenible y de los personajes que hablan más de que respiran. Y él mismo, por otra parte, es patológicamente locuaz, hablador, expresivo y apasionado, afectado por dos enfermedades crónicas (que comparto), los (buenos) libros y las (buenas) películas. Es Guillem Terribas, y acaba de convertir su pasión por el cine en un libro entrañable, emocionante y sincero, desbordante de gratitud y de momentos fulgurantes de gran belleza: Alegra’m la vida (Columna).
Si el cine nos vuelve locos es porque no es (sólo) industria, sino (sobre todo) vida. Y a veces, muy a menudo, vida intensa
El cine y la vida, claro está, un binomio inseparable que pone entre paréntesis la consideración injusta y reductiva del cine como industria cultural: si el cine nos vuelve locos es porque no es (sólo) industria, sino (sobre todo) vida. Y a veces, muy a menudo, vida intensa, apasionada, memorable y sobre todo compartida. Porque lo mejor del cine no es sólo que nos devuelve la vida más intensa que la que acostumbramos a vivir, sino que es un placer que no casa bien con la soledad del gozo. Es curioso: la experiencia del cine necesita, antes que nada, para poder ser vivida, de una concentración de la subjetividad, con las ventanas bien abiertas a la pantalla, en ese instante mágico en el que uno se encuentra, solo, con todo un mundo enfrente y se deja hablar desde esta exterioridad absoluta, pero sólo puede llegar diría que a su consumación en el momento en que el escalofrío, cuando se produce, llega a ser compartido con otros. El cine, como los libros, permite un placer incompleto si no es compartido, aunque sea para discutirnos, con los que amamos y nos importan.
Los cinéfilos, es sabido, son una extraña fauna. El tópico (¿recordáis aquel programa de José Luis Garci Qué grande es el cine?) acostumbra a convertir a los cinéfilos en unos pedantes pesados capaces de entretenerse con el cámara del segundo director de fotografía, con las aportaciones del guionista con respecto a la tercera versión de la novela adaptada o con los matices del más escondido de los figurantes anónimos de un filme. Gente seria, circunspecta, de una erudición enciclopédica y sin embargo irrelevante en la magnitud de los detalles a menudo accidentales. Y, sin embargo, me atrevería a decir que lo que define la auténtica cinefilia es la pasión contagiosa por aquellos instantes en que se produce, en el silencio de la sala, un enigmático, inquietante e irresistible temblor ante el estallido fulgurante de una escena, una réplica, un gesto o un plano. Lo contrario de la circunspección forense: la vitalidad desbordante, inagotable, lúcida. Guillem Terribas es de estos últimos.
Y ahora, después de haber escrito un libro testimonial de una rara intensidad, Demà serà un altre dia, en el que puso por escrito su experiencia como librero durante décadas, esa actividad de la que uno no se jubila nunca, se ha atrevido a explorar y compartir por escrito su pasión fílmica en este libro que es una auténtica declaración de amor por el cine. Un respeto: este personaje, la única persona a quien conozco de quien nunca he oído a nadie hablar mal (¿qué se podría decir, de él, que no fuera bueno?), fue capaz de secuestrar, contra todo pronóstico, a gente tan complicada y difícil como Jean-Louis Trintignant o Isabelle Huppert y se pasó, con él, una noche de confidencias en el restaurante La penyora de Girona, o llevársela, a ella, a hablar de La pianista con Imma Merino en el cine Truffaut también de Girona, antes de que ella representara, en Temporada Alta, el monólogo aterrador de Sarah Kane 4.48 Psychose. El libro está lleno de momentos de tanta intensidad como los que es fácil adivinar en la crónica de estos dos encuentros.
Lo que define la auténtica cinefilia es la pasión contagiosa por aquellos instantes en que se produce, en el silencio de la sala, un enigmático, inquietante e irresistible temblor
Pero el libro contiene una segunda parte insólita, maravillosa, que va más allá del documento testimonial de sus recuerdos. Se trata de una selección, que propone como subjetivamente canónica, de veintidós películas que ha visto con su nieta Martina, con la voluntad de compartirlas con los “que aman el cine, que quiere decir amar las historias y la vida”. West Side Story, Sonrisas y lágrimas, Siete novias para siete hermanos, Matar a un ruiseñor o Las vacaciones del Sr. Hulot, entre muchas otras, pero también otras, menos evidentes, como Hugo de Scorsese o Un día perfecto para volar de Marc Recha. Terribas habla, siempre, de las películas y dice lo que piensa de ellas, pero sobre todo explica, y es impagable, estos momentos de complicidad compartida.
Terribas explica, con una enorme convicción, que el cine siempre ha formado parte de su vida, “y cuanto más de mentira es, más me gusta”. Confiesa que para él, un niño que llegó de muy pequeño al cine, bajo el franquismo, “el cine era una vía de escape hacia el mundo de la imaginación y la aventura”. Y se aventura a diagnosticar la raíz de su pasión cinéfila: “el cine es dejar que te expliquen historias, entrar en la vida de unos personajes, verlos por el agujero de la cerradura. O por una ventana. Por la ventana que es el cine ves pasar cosas, gente, relatos”. Tan simple como eso. ¡Tan enorme! Momentos vividos y revividos: “aquella mentira que nos ha emocionado, que nos ha marcado, que no hemos podido olvidar, con el tiempo la convertimos en una verdad, y la vivimos de una manera real”. Y lo mejor del libro es que, aunque no deja en una sola página de hablar de su autor, este, al fin y al cabo, no se erige en protagonista, sino, más bien, en cómplice y confidente de estos momentos de vida plena que ahora, por suerte para nosotros, se ha decidido a compartir por escrito. Un libro más que recomendable: para leer, para seguir las recomendaciones y para regalar a gente que amamos, porque, con la pasión contagiosa, podremos también compartir la vida.