La concepción ingenua de la historia tiende a pensar que los acontecimientos están trenzados como un encadenamiento causal, de acuerdo con el cual si se dan algunas cosas, se siguen necesariamente unos determinados efectos. Como si, en las cosas humanas colectivas, aquello que llamamos res publica, rigiera una especie de mecanicismo natural. Esta concepción alimentó la confianza en el progreso con el que, desde la Ilustración, se pensaba el devenir histórico y de acuerdo con el cual la relación causa-efecto de los procesos históricos garantizaba que la humanidad avanzara progresivamente hacia un horizonte de mayor justicia y mayor libertad. La experiencia dramática del siglo XX ha mostrado, sin embargo, que el progreso era una ilusión, excesivamente optimista, para entender el movimiento de la historia. Las grandes tragedias de nuestro tiempo, contrariamente, muestran que la historia no avanza siempre hacia adelante, de manera positiva, sino que los retrocesos, a veces brutales, son también un fenómeno habitual en las sociedades humanas que pueden ver la emergencia, a veces repentina, de formas de brutalidad incomparables en su crueldad con los episodios del pasado.
Por otra parte, hoy sabemos también que los procesos históricos, a veces, contradicen la lógica mecanicista de la explicación causal, y que, para bien o para mal, lo imprevisible es un elemento indiscernible de las dinámicas históricas. Por eso es tan extremadamente difícil anticipar, a la vista del estado de las cosas, la evolución futura de los acontecimientos. En realidad, algunos de los grandes acontecimientos que han configurado el panorama de la modernidad, especialmente los que conceptualizamos como revoluciones, tienen una lógica disruptiva que no es fácil de explicar desde la rigidez del modelo causa-efecto. Sólo hay que haber leído Alexis de Tocqueville en sus libros sobre la Revolución Francesa y la Revolución Americana, o los estudios de Hannah Arendt sobre los mismos temas, para descubrir ―hay que decir que en los dos casos a posteriori― que los momentos históricos revolucionarios han venido siempre precedidos por fases de desconcierto y desorientación, de desencanto y frustración, e incluso de paralización y retroceso. La narración final, cuando los cambios históricos ya se han producido, siempre endulza retrospectivamente aquellas fases de transición, ambiguas y a menudo erráticas, y acaba determinando la visión épica y heroica de la gestión de los acontecimientos.
Era, aquella, una historia pensada de acuerdo con el paradigma de la física mecanicista, como si los fenómenos colectivos estuvieran sometidos a unas leyes parecidas, en su necesidad, a las leyes que rigen los fenómenos naturales. Por eso Deleuze, ya en nuestro tiempo, sostenía que necesitábamos, más bien, una geografía del pensamiento. Una forma de entender los acontecimientos en analogía con las imágenes que proporciona la geografía física: continentes, islas, archipiélagos, montañas y valles, ríos con afluentes, etc. Deleuze nos enseñó que los fenómenos históricos hay que pensarlos con forma de cartografía, no con el esquema causal. Modestamente, siempre he pensado que, además de una cartografía geográfica, que siempre va bien, nos haría falta también una geofísica, para poder incorporar en el análisis de las cosas que pasan lo que nos enseña la sismología, la geotermometría, la geodinámica o la prospección tectonofísica.
Dicho de otra manera: una forma de pensamiento complejo que preste atención al rumor no siempre visible del malestar que a menudo anima la vida social y que provoca trastornos y reacciones a veces imprevisibles. Se trataría, si se me permite la metáfora que proporciona una bellísima balada irlandesa, de ser capaces de escuchar el viento que agita la cebada.
La experiencia dramática del siglo XX ha mostrado que el progreso era una ilusión, excesivamente optimista, para entender el movimiento de la historia. Las grandes tragedias de nuestro tiempo muestran que la historia no avanza siempre hacia adelante
Acaba de aparecer en catalán un libro extraordinariamente útil para los momentos que estamos viviendo en Catalunya, y que permite analizarlos, sin complacencia y con rigor, de acuerdo con el marco que proporciona la historia de los grandes movimientos sociales y políticos del siglo XX y de lo que llevamos de siglo XXI. Se trata del Manual de desobediència civil de Mark y Paul Engler (Ediciones Saldonar). Este libro es, a día de hoy, la mejor publicación para entender la doctrina de la desobediencia civil que, desde Thoreau hasta Hannah Arendt, ha alimentado los grandes movimientos de protesta social y política de nuestro tiempo. Y no porque sea un análisis teórico, puramente especulativo, sino porque intenta extraer lecciones prácticas de casos históricos, desde el movimiento impulsado por Gandhi en la India y el movimiento en defensa de los derechos civiles en los EE.UU. hasta casos de las décadas recientes como Otpor!, el movimiento que acabó con Milosevic en Serbia, y otros todavía más cercanos.
Son muchísimas las lecciones prácticas que se pueden extraer de este manual, destinado a convertirse en un texto de referencia global, y también aquí, como lo han sido, en los últimos años, los libros de Gene Sharp. Hoy querría señalar brevemente sólo tres.
Primera lección
Las grandes transformaciones globales impulsadas por los movimientos sociales contemporáneos, en defensa de los derechos y las libertades, respondían a dos modelos de actuación perfectamente delimitados. Por una parte, aquellos que se orientaban a la acción de impacto y a la producción de efectos disruptivos, con la voluntad de producir una especie de remolino vertiginoso, acelerado y rápido que aprovechaba el efecto sorpresa, sorprendiendo las estructuras de poder institucional y generando un fuerte movimiento social que aglutinaba, de forma muy rápida, el poder ciudadano para convertirlo en una herramienta efectiva de cambio. Por otra parte, aquellos que, poniendo por delante una concepción estratégica del movimiento, operaban más a medio y largo plazo trabajando por la configuración de estructuras e instituciones alternativas que, llegado el momento, después de una operación de desgaste del poder establecido, estaba en condiciones de provocar una sustitución de régimen.
Hoy sabemos, y los casos concretos y detallados que aporta el libro de los Engler es casi monumental, que estos dos modelos no son incompatibles, y que, en realidad, los grandes cambios históricos han trabajado conjuntamente, coordinadamente, con los dos ritmos: disrupción y estrategia. Caso emblemático: la formación de Otpor! en Serbia en 1998, esta organización aprendió a combinar la acción basada en el impacto disruptivo y el método calculado y disciplinado para la movilización masiva a través de una estructura en red capaz de sostener la confrontación durante un cierto tiempo.
Los momentos históricos revolucionarios han venido siempre precedidos por fases de desconcierto y desorientación, de desencanto y frustración, e incluso de paralización y retroceso
Si fuéramos capaces de entender este mecanismo histórico, algunas de las batallitas de "regate corto" (como le gusta decir a Jordi Cuixart) podrían ser abordadas desde otra perspectiva, lejos de la autoflagelación y de las inútiles confrontaciones partidistas.
Segunda lección
El aprendizaje de la paciencia y de la perseverancia. Y, sobre todo, la capacidad de aprender de la gestión de los fracasos, de las iniciativas restañadas, de los impactos que no producen el efecto esperado. Lo contrario del "¡tenemos prisa!", vaya. Ejemplo concreto: la extraordinaria campaña de Birmingham, Alabama, en abril y mayo de 1963. Una campaña armada pacíficamente a través de una estrategia inequívocamente no violenta por el movimiento en defensa de los derechos civiles en contra de las leyes segregacionistas que legalizaban el apartheid.
Esta iniciativa, articulada a partir de acciones que comportaban conjuntamente el boicot en los comercios segregacionistas, las vigilias diarias en las iglesias, las sentadas en espacios y establecimientos públicos y marchas por las calles, fue el resultado meticulosamente programado después de que los boicots a los autobuses que siguieron al encarcelamiento de Rosa Parks y los acontecimientos de Albany, Georgia, no dieran los frutos esperados. Sólo tres meses antes de que empezara la exitosa campaña de Birmingham, que acabó con Martin Luther King en prisión y con la detención y encarcelamiento de centenares de activistas, el ambiente generalizado era de pesimismo y de desolación. Incluso, de una cierta sensación de impotencia ante la inmovilidad legislativa y de la incapacidad de haber provocado una fractura en el consenso que apoyaba y legitimaba el apartheid.
Sin embargo, la articulación planificada de lo que se conoce como "Proyecto C", significó una de las estrategias de confrontación más refinadas que se han llevado a cabo en el siglo XX, como un ejercicio meticulosamente planeado de disrupción en masa. El resultado: ante la represión y la brutalidad de un sistema que sólo supo movilizar la fuerza policial y la violencia contra los pacíficos manifestantes, el propio presidente Kennedy reaccionó ante los aparatos del sistema desbocados calificando las imágenes como repugnantes. Lo que parecía inexpugnable se había quebrado. Empezaba, así, el desmontaje del régimen de terror basado y amparado en las leyes segregacionistas.
La lección: sólo el análisis y la gestión del fracaso, si va combinada con paciencia, determinación y perseverancia, puede convertir una derrota (parcial) en una victoria (definitiva).
Tercera lección
Los Engler dedican un capítulo entero, titulado significativamente "Los divisores", al análisis del mito y tópico de la unidad como requisito imprescindible del éxito de las movilizaciones sociales exitosas. No me puedo resistir a transcribir un párrafo:
"En gran parte, la política dominante necesita apelar a la unión. Los políticos siempre intentan buscar puntos en común y ayudar a los ciudadanos a superar sus diferencias. En cambio, a menudo pasa que los movimientos sociales adoptan un planteamiento que es casi opuesto: en vez de limar diferencias entre grupos, muchas veces las acentúan todavía más". Los Engler ponen el ejemplo de ACT UP, que fueron decisivos en la campaña de concienciación del problema del SIDA y en la confrontación con las instituciones gubernamentales para que tomaran iniciativas legislativas adecuadas. "La estrategia", se afirma en el libro, "no les dio siempre una buena popularidad, pero sí que les permitió mantenerse en el punto de mira del público, exponer la injusticia de la negligencia y el desprecio de los sectores oficiales y finalmente conseguir más apoyo para su causa".
La esencia de la acción política, en una democracia, está basada en el pluralismo y el fenómeno del antagonismo y el disentimiento han sido, en muchos momentos de la historia reciente, un poderoso revulsivo en contra de dinámicas enquistadas
No es una lección extraña. Basta recordar que la esencia de la acción política, en una democracia, está basada en el pluralismo y que el fenómeno del antagonismo y el disentimiento han sido, en muchos momentos de la historia reciente, un poderoso revulsivo en contra de dinámicas enquistadas y del inmovilismo institucional que han operado en contra del estado de las cosas. Cambiar el estado de las cosas, a veces, reclama el concurso de agentes diversos con estrategias diversas, que si no se piensan ni actúan como confrontadas y rivales, pueden multiplicar los efectos de la confrontación contra el sistema y el statu quo.
Por lo que afecta a la situación en Catalunya, el aprendizaje me parece que es más que evidente.
Acabo. David Fernàndez recordó, con su lucidez habitual, en el "Racó de pensar" que dirige Mònica Terribas en Catalunya Ràdio, la definición que el Diccionario de geología del Institut d’Estudis Catalans da de tsunami: "Ola libre transoceánica muy potente, de gran periodo, de gran velocidad de propagación y de gran longitud de onda, imperceptible en mar abierto; es producida por una conmoción".
Ahora que, entre los pronósticos de la climatología política, parece que a cada día que pasa, a la espera de la sentencia del Tribunal Supremo, se va afianzando la convicción de que se acerca un "tsunami democrático", haríamos bien en pensar en lo que nos ilustra esta definición y, si hace falta, completarla con algunas de las lecciones de este libro de los Engler que, tan oportunamente, llega hasta nosotros. Ya Gramsci, cuando recordaba la necesidad de la movilización y la organización, para articular los movimientos de emancipación y liberación por los derechos, la libertad y la justicia, advirtió, como primer imperativo, dirigidos a los activistas y militantes de su época: "Instruíos, porque necesitaremos toda nuestra inteligencia".
Stefan Zweig lo advirtió cuando estudió la Revolución Francesa: "A veces, ya un rayo anticipa la gran tormenta".