A mediados de julio, las previsiones de los servicios de inteligencia estadounidenses eran que el gobierno afgano podía durar entre seis meses y un año tras la retirada completa de las tropas estadounidenses prevista para el 31 de agosto. Pero el 15 de agosto, dos semanas antes incluso del plazo para la salida completa de las tropas, el presidente afgano Ashraf Ghani abandonaba el país y los talibanes entraban en Kabul, generándose una situación de desbandada y caos que nos ha dejado atónitos.
Así pues, resulta muy ilustrativo repasar el "baile de embajadas" que se ha dado en Kabul estas últimas semanas para tener indicaciones del nuevo contexto geopolítico que se está abriendo a la región.
Los países más "previsores" fueron algunos países nórdicos —no todos—, que el 13 de agosto anunciaban el cierre de sus embajadas y la evacuación de su personal. Al día siguiente, sábado 14, se sumaba la República Checa, seguida ya de la cascada de anuncios del día 15, conforme el pánico se esparcía por la capital. El mismo 15 por la mañana, Francia ya había trasladado su embajada a una "zona segura" del aeropuerto manteniendo su "capacidad consular" con el fin de seguir emitiendo visados y permitir así la salida del máximo "de intelectuales, periodistas, personalidades y colaboradores" afganos posibles. Pero eso era solo horas antes que la situación se desbordara completamente, a la vez que se activaban también las evacuaciones de las embajadas de los Estados Unidos, de todo el resto de países europeos, de la India, Arabia Saudí y otros países árabes.
En cambio, las embajadas de China, Rusia, Pakistán, Turquía y Qatar continúan abiertas a día de hoy en Kabul, bajo la protección de las propias fuerzas talibanas; algo que demuestra cómo han cambiado las cosas en la Asia Central en cuestión de semanas.
Una cosa es que China o Rusia celebren la "derrota" de los Estados Unidos y sus aliados y que se afanen por ocupar el espacio geopolítico que estos han abandonado deprisa y corriendo. Y otra es que en Beijing, en el Kremlin o en Islamabad no estén genuinamente preocupados por la volatilidad de la situación y del país.
Pero el hecho de que estos países lideren ahora la presencia internacional en el territorio y hayan establecido —algunos desde hace tiempo— vías de contacto, colaboración o incluso apoyo al nuevo régimen, no nos tiene que hacer caer en una interpretación simple de una situación extremadamente compleja. Una cosa es que China o Rusia celebren la "derrota" de los Estados Unidos y sus aliados y que se afanen para ocupar el espacio geopolítico que estos han abandonado deprisa y corriendo. Y otra es que en Beijing, en el Kremlin o en Islamabad no estén genuinamente preocupados por la volatilidad de la situación y del país. Y es que el potencial desestabilizador de esta nueva realidad es enorme, empezando, paradójicamente, por algunos de los países que más han apostado hasta ahora por los talibanes.
El caso más preocupante de todos es el de Pakistán, el sexto país más poblado del mundo y, entre otros, poseedor de un arsenal nuclear en crecimiento. Hay bastante consenso que Pakistán es, desde hace tiempo, uno de los principales valedores de los talibanes afganos. Algo que no deja de ser insólito cuando tradicionalmente este estado se había contabilizado como "aliado" de los Estados Unidos en la zona, particularmente en la mal nombrada "guerra contra el terror"; una alianza tramada especialmente a través de los estamentos militares y de inteligencia de ambos países.
No obstante, desde hace años —como también está pasado con Turquía— esta alianza se ha ido erosionando, conforme la islamización de la sociedad pero especialmente de las élites pakistaníes ha ido incrementando. Uno de los ejemplos más chalados de esta evolución es el hecho de que Osama bin Laden fuera "eliminado" en el 2011 precisamente en Pakistán, donde hacía tiempo que se había refugiado con connivencia con el ISI (los servicios de inteligencia pakistaníes), en un barrio acomodado de Abbotabad, junto a la Academia Militar del Pakistán. Y es que hace tiempo que, según muchos observadores, el complicado equilibrio del "doble juego" que el Pakistán está jugando respecto de los talibanes y de los Estados Unidos se estaba decantando claramente hacia los primeros.
En este sentido son muy significativas tanto la reciente afirmación del actual primer ministro pakistaní, Imran Khan, que en referencia a la caída de Kabul, celebró que los afganos "hubieran roto las cadenas de su esclavitud", como también las que en el 2014 hizo el general Hamid Gul, exjefe del mencionado ISI, en una entrevista a una de las televisiones de su país: "Cuando se escriba la historia, esta subrayará el hecho que el ISI derrotó a la Unión Soviética en Afganistán con la ayuda de los Estados Unidos. Frase que vendrá seguida por la siguiente: Después el ISI, con la ayuda de los Estados Unidos, derrotó a los Estados Unidos."
Hay que tener en cuenta que uno de los principales factores que han contribuido —ya en la época de la ocupación Soviética— a la inestabilidad de Afganistán es precisamente su frontera con Pakistán. Una larga y porosa frontera de unos 2.500 kilómetros, que el gobierno pakistaní solo ha empezado a reforzar en los últimos años y, últimamente y con prisas, a fortificar. En esta frontera se encuentra una zona especialmente agreste y peligrosa (de hecho considerada durante años "el lugar más peligroso del mundo"), las antiguas FATA (Federal Administrated Tribal Areas). Se trata de un territorio con un estatus legal muy particular, de población pastún, y donde hace solo tres años que se aplica la legislación pakistaní, a pesar de formar parte del país desde su creación en 1947. Un territorio que tradicionalmente, y de facto todavía actualmente, rige un sistema de carácter tribal creando una especie de vacío legal que fue muy explotado, primero por los muyahidines —cuando estos luchaban con el apoyo americano contra los soviéticos que ocupaban Afganistán— y después por los talibanes.
Pues bien, esta frontera, que ha sido clave para la inestabilidad del Afganistán de las últimas décadas, seguramente se convertirá ahora en uno de los principales quebraderos de cabeza para la estabilidad en Pakistán, tal como demuestran los esfuerzos de los últimos meses por parte del gobierno de Islamabad para, ahora sí, tomar el control.
Una cosa es que los talibanes se hayan hecho con el control de Afganistán, o de gran parte de él, incluida Kabul. Otra es que sean capaces de aportar orden
De hecho, una cosa es que los talibanes se hayan hecho con el control de Afganistán, o de gran parte de él, incluida Kabul.Otra es que sean capaces de aportar orden, teniendo en cuenta las diferentes facciones que lo conforman, y la enemistad manifiesta que tienen con Estado Islámico, a quien muchos atribuyen el atentado contra el aeropuerto de hace unos días. Es más, la victoria talibana en Afganistán espolea al movimiento talibán pakistaní, que también existe, y otros afines, que una vez caído Kabul seguramente reforzarán sus actividades en clave interna.
Sin olvidar el Baluchistán, una región que ocupa la parte más occidental de Pakistán y más del 40% de su territorio, con una geografía especialmente árida y abrupta, pero donde se localizan importantes reservas de oro, gas y cobre, y en la China tiene el ojo puesto para uno de sus corredores económicos estratégicos que está desarrollando. Una región que desde hace décadas cuenta con un potente movimiento insurgente nacionalista.
Y evidentemente el conflicto en la Cachemira. Varios analistas subrayan que parte del interés pakistaní con Afganistán es precisamente para ganar "profundidad estratégica" respecto a la India, su verdadera obsesión. Pero también hay dudas sustanciales sobre qué efecto tendrá la victoria talibana sobre los sectores islamistas más radicales que operan en los tumultuosos Jammu y Cachemira.
El escenario afgano abre, pues, las puertas a un nueva e incierta arena en el Asia Central, y en particular en Pakistán, que no pasa necesaria y desgraciadamente por la estabilidad.